No soy una gallina
Sinaí Reyes
Estudiante de Comunicación
Unos enormes ojos negros me miraban sin parpadear. Otra vez no. Acababa de hacer la paz con la oscuridad a mis 23 años, convenciéndome de que el crujir de la madera es la temperatura; que hay una explicación para que a medianoche el foco del cuarto se prenda una fracción de segundo, lo suficiente para despertarme; que nadie me rasca la cabeza cuando duermo, ya que vivo sola. Cerré los ojos rápidamente, no podía ser posible, ahora si estoy viendo algo.
Para acabarla de amolar, en el otro cuarto empezó a sonar la pinche Alexa “historias para las 3:27 de la mañana” seguido de una risa muy rara para ser tecnológica. No vuelvo a quedarme haciendo tarea hasta tarde. No es que crea en Dios, pero trataba de imaginar que estaba protegida como si estuviera dentro de una cúpula de luz, pero no siento nada más que pánico. Hasta intenté imaginar ángeles a mi lado y de repente alguien rozó mi espalda. Pero no soy una gallina. Volteo a ver los enormes ojos que no me han quitado la vista de encima, aunque juraría que pudo ver al que pasó detrás de mí, y ni se inmutó.
Debí haber puesto mariachi en Youtube en cuanto apagué las luces para no tener miedo tan solo del silencio. La luz de la luna alumbra, pero respeta las sombras y no ayuda mucho a estas alturas de la noche. Le grité a mi perrita Beagle con fuerza, y los enormes ojos movieron la colita.