Los dulces frutos de la adversidad
Melissa Arriaga Alcántara
Estudiante de Arquitectura
Hace un año, el mundo se durmió y despertó ya no siendo el mismo. Recuerdo el hecho de que nos abastecimos excesivamente de papel, ya que el amplio espacio en el estante vacío propició que viéramos el apocalipsis venir.
Todo fue demasiado rápido, sentía que la vida se me apagaba. No prestaba atención a mi salud mental. Por el aislamiento podemos presentar algunos síntomas parecidos a los de la abstinencia, es una reacción normal ante esta situación, pero hay que prestar atención a esto, ya que influye en nuestra forma de pensar, sentir y actuar. En estas condiciones surgen tensiones y conflictos, pues nos sentimos reprimidos injustamente.
Ante el sentimiento de opresión injusta por el escenario que vivimos, se combatieron los abusos existentes, y me sentí orgullosa de nuestra generación, que alzó la voz, creando un sentimiento de empoderamiento e inspirando a dejar de lado las ideologías, evidenciando problemáticas que muchas veces pasan desapercibidas, y demostrando que la unión hace la fuerza.
Twitter explotó, pero la cultura de la cancelación no es la respuesta, porque es sólo ignorar el problema, no hay un progreso: se debe entablar un diálogo y reflexionar, pero no hay que desgastarse en corregir a las generaciones pasadas, hay que jugar a largo plazo, y preocuparse por las que vienen.
Cada quien es responsable de su salud, quienes se quieran cuidar lo van a hacer, y quienes no sufrirán las consecuencias, pero en pandemia ya no sólo es tu bienestar, es el de todos, porque es como una cadenita silenciosa y letal. ¿Por qué para ser empáticos tenemos que tener una relación personal con las víctimas?
La empatía no debería ser selectiva, hay personas allá afuera que si se contagian podrían perder su trabajo o, peor aún, morir en agonía por no tener los recursos para combatir la enfermedad. Abstenerse a salir, usar el cubrebocas y normalizar el “no te quiero ver porque tengo miedo a que me contagies”, es empatía.
La COVID llegó tarde a mi vida. Los seres humanos estamos previstos a nuestro fin. Desde mi punto de vista, le tememos a lo desconocido, y está bien, porque eso de alguna forma afecta nuestras vidas, pero también es egoísta.
Cuando mi papá dejó en claro sus probabilidades de morir, pensé “¿qué va a ser de mi sin él?”, es normal, pero si analizamos esta reacción de acuerdo a mis creencias debería ser “si pasa eso, está en un lugar mil veces mejor que aquí”. Al final todo salió bien y genuinamente valoro a las personas que me rodean.
El ritmo de la vida cambió y nos hizo darnos cuenta de dónde estamos parados, abrió nuestro panorama, logramos ver lo bueno y lo malo que hicimos en su momento y nos motivó a mejorar, le dio más fuerza a la frase “vive hoy como si fuera el último día de tu vida” pero sobretodo, nos mostró la importancia de vivir en comunidad, los beneficios de dejar de vivir en el egoísmo y el individualismo.
Debemos ser como los cactus: crecer en los lugares más áridos, versátiles porque como diría mi amiga Karla Souza “dulces son los frutos de la adversidad”.
Texto publicado en el número 89 de Contratiempo