El árbol enfermó
Por Marytere Salvador Reyes
El árbol, aquel hermoso piñón, siempre había estado ahí, al menos, lo estuvo desde el primer momento en que me di cuenta de su presencia. Tenía quizá unos cuatro o cinco años. Recuerdo a mi abuelo diciéndome que el árbol tenía mi edad, le pregunté por qué no era tan alto como el resto de los árboles del jardín, me dijo que era pequeño porque aún era muy joven pero que, en algunos años, crecería mucho más alto que los demás.
El árbol y yo envejecíamos a la par, lo recuerdo tan verde y majestuoso, incluso cuando aún no alcanzaba el esplendor de su madurez. Cada día crecía un poco, todas las mañanas sus ramas se extendían sutiles, nadie lo notaba, ni siquiera yo. Acompañada de mi abuelo, a veces nos deteníamos a mirarlo, nos preguntábamos cuándo sería el día en que al fin nos regalara sus semillas, “quizá el año que viene” nos repetíamos constantemente. El resto de los árboles florecían, daban frutos, mientras que el piñón sólo esperaba pacientemente. Recuerdo aquellas tardes en las que me sentaba sólo a admirarlo, disfrutaba ver la luz deslizándose sublime entre las ramas. Era como si me regalara su serena compañía, casi podía escucharlo hablarme. Los días pasaban incansables, el árbol crecía conmigo, él cada vez mucho más alto y sabio, yo más insensata, pero con la tranquilidad de que él pronto alcanzaría el cielo, estaría ahí para verlo.
Así sucedió una mañana, quizá tenía unos catorce años, no recuerdo con precisión. Me levanté despreocupada, sin notar la maravilla que me habían traído todos y cada uno de los meses de vida que habían transcurrido hasta ese momento. Salí al jardín a escuchar algo de música, el sol se encontraba más radiante que nunca, nada podría perturbar aquel remanso. Sin pensar levanté el rostro y lo miré, rebasaba los cuatro metros de altura, sus ramas quizá abarcaban un radio de tres metros. Ningún otro árbol era así de majestuoso, al fin, había ocurrido lo que mi abuelo me dijo de niña. En ese momento caí en cuenta de lo mucho que había pasado desde aquella vez que lo vi.
El tiempo corría furioso, nada lo detenía, así como nada detenía al árbol de crecer. Un día, alguien, no sé quién ni por qué, decidió cortar dos de sus ramas, las más cercanas al suelo. Fue un momento triste para mi abuelo y para mí, sentíamos que habían herido a nuestro gran amigo, sin embargo, aquel tierno ser muy pronto tuvo ramas nuevas, más bellas que las que se habían ido. En aquel entonces el piñón medía más de cinco metros de altura, era bellísimo. Muchas aves anidaban entre sus ramas y los perros de la casa descansaban a su sombra. Nada lo corrompía, ni las lluvias ni los fuertes vientos de las malas temporadas, era indómito. No había ocasión en la que no me asombrara, el pecho me latía con fuerza de verlo tan alto, tan fuerte, a mi abuelo le ocurría igual.
Una tarde dorada me encontraba sentada bajo su sombra cuando cayó una piña justo a mi lado. La tomé, mirándola con extrañeza, estaba vacía. Me levanté y llamé a mi abuelo, vino enseguida. Recuerdo habérsela extendido diciéndole “creo que cayó del árbol”. Su sonrisa fue como ninguna otra que hubiera visto en el pasado. “Ya está dando piñones”, dijo emocionado, “deben estar regados por el suelo”. Después de eso, no hubo ocasión en la que no nos detuviéramos a mirar si había algo en el pasto. Fue una tarde alegre para toda la familia, cada uno se emocionó al saber que después de casi dieciséis años, nos había reglado sus frutos.
Poco después de tan célebre ocasión, llegó el otoño y después el invierno, un invierno fatal. Cuando el frío terminó y la primavera había iniciado, pude notar que algunas de sus ramas no habían recuperado aquel verde que lo caracterizaba. Pensé que quizá era sólo cuestión de tiempo para que se tornaran de un color más alegre pero, los meses pasaron y aquel tono marrón no desaparecía. Recuerdo habérselo dicho a mi madre, quien creyó que alguien, al ver el árbol tan esplendoroso había decidido arruinarlo con algún hechizo. Mi padre se enteró de ello, le dijo a mi madre que aquello no era más que una superstición, afirmó que probablemente el árbol había enfermado. Unos cuantos días más tarde mi papá se tomó el tiempo de mirarlo cuidadosamente, notó varios huecos en el tronco del árbol. Un gusano lo había invadido.
Mi abuelo se preocupó al saber lo que ocurría, todos lo hicimos. Sabíamos que, si no hacíamos algo, el piñón terminaría por morirse. Algún tiempo después dejé mi casa por medio año, no lo vi durante ese periodo. Al volver, esperaba verlo tan lindo como siempre, sin embargo, me llevé una decepción muy grande al mirarlo más débil y marchito. Temía que fuera su fin. Los meses siguieron su curso, tuve que dejar mi casa nuevamente pero cuando volvía, él siempre estaba ahí. Cada vez, mi gran amigo agonizaba con más fuerza: sus ramas se iban cayendo y aquel maldito tono marrón se apoderaba de él. Nadie hacía nada por salvarlo, ni siquiera yo, así que un día, así sin más llegó el final.
Regresé a mi casa una tarde. Salí al jardín a saludar a mi buen árbol, quería verlo, sin embargo, él ya no estaba… lo habían cortado. Su tronco y sus ramas ahora eran leños apilados. El corazón sintió dolor al ver tan triste escena… aquel ser tan imponente y bueno había desparecido sin despedirse de mí. El jardín luce vacío, abandonado sin la presencia de mi tan querido piñón. Veinte años se perdieron, se fueron a la basura. Una parte de mí se ha ido con él. Ya no habrá más sombra ni aves anidando, todo aquello se ha marchado. Nunca olvidaré a mi gran amigo, ni me perdonaré su muerte, así como tampoco olvidaré aquel día en que el árbol enfermó.