El sonido natural del mundo
Nos pasamos la vida lamentándonos, quejándonos por todo. Del agujero en la capa de ozono, del calentamiento global, del derretimiento de los polos, de la lluvia ácida, del cambio horario, de la quema de cerros, del tráfico, del movimiento magisterial, de las reparaciones y bloqueos en la autopista; de la corrupción, de la desigualdad, de la pobreza, de la delincuencia, de las marchas, de la drogadicción, de la prostitución, del ateísmo, de los chinos, de los gringos, del estofado de res, del despilfarro, de la basura en la calle, del pan echado a perder, de las latas de atún olvidadas en la alacena, de la poca variedad de platillos en una cocina económica del centro, de las tiendas caras, de la piratería, de la sobrepoblación, de que no se puede ver al Sol sin lastimarse la vista, del tamaño de la Luna, de que las hojas son verdes y no azules, entre otras cosas más.-
Todas las mañanas, a excepción de los fines de semana, me levanto tan pronto escucho el sonar de mi alarma. El sol no sale aún, pero no es tan oscuro como cuando me fui a la cama la noche anterior. Extiendo uno de mis brazos buscando el interruptor de mi lámpara y una vez que lo localizo, le doy vuelta y una ligera luz amarilla ilumina media habitación. Me coloco los ojos, suspiro, me desprendo las sábanas, toco el suelo con los pies y, como de costumbre, veo a un sujeto a pocos metros de mí. Me acerco a él sin decir palabra y recorro su cuerpo con la mirada: El espejo luce siempre tan igual.
Pienso un momento si debería o no tomar un baño. Pienso en cuánto tiempo ha pasado desde que me bañé por última vez, o si me bañé anoche o en la mañana de ayer. Me detengo un momento a pensarlo con detenimiento y cuando uno de mis ojos se encuentra con mis manos, decido que hay cosas más importantes que eso: Tomo el cortaúñas y me despido de alguna que otra cuando, de la nada, escucho una voz: “Báñate, Daniel, no seas cochino, no estás en Holanda”.
Miro a mi alrededor tratando de hallar la procedencia de dicha voz, pero lo único que encuentro es lo mismo de todos los días: un perfume, una cera para el cabello, un tocador, un escritorio, un ventilador, una cama, una máquina de escribir, una computadora, un aire acondicionado, una lámpara, dos focos, un ropero, dos burós, tres almohadas, tres sombreros colgando en la pared, dos pares de zapatos tirados en el suelo, doce gavetas, poco más de cien libros…
Hago caso a la voz, me baño y me doy cuenta otra vez que nunca logro salirme con la mía. Una vez limpio, me coloco la piel y un día más ha comenzado.
Basta con salir a caminar a la calle para darse cuenta que el mundo está cada vez más raro. Dicen que caminar ayuda a pensar mejor. Caminar ayuda a eso y a mucho más. Caminar es sentirse libre, triste, feliz. Caminar es sentir que, por un momento, estamos solos en el mundo. Caminar es sentir que en un descuido podrás ser llevado por el viento. Caminar es cantar, sonreír, respirar profundamente, agitar los brazos en el aire, bailar, creer que puedes llegar a cualquier lado.
Me gusta salir a caminar porque mientras lo hago nunca veo los mismos rostros. Salgo de casa y me dirijo a la parada del autobús; si tengo suerte no tengo que esperar mucho tiempo. Son las cinco de la tarde, el viento sopla y me siento más vivo que nunca. En mis oídos suena un poco de música, pero decido apagarla pues prefiero disfrutar del sonido natural del mundo y el ruido de los autos entrando a Tuxtla.
Junto a la parada estoy solo, pero poco a poco la gente llega de quién sabe dónde y se para junto a mí, esperando una combi o como yo, un autobús.
En el instante en que termina mi espera, cinco personas abordan el camión antes que yo. Dos de ellos se detienen por un minuto o dos en la puerta buscando seis pesos para pagar su pasaje. Me pongo en sus zapatos y me siento nervioso por tener gente detrás de mí esperando; o en lugar del conductor, y me causa molestia que habiendo ellos tenido tiempo para preparar su pasaje, no se molestaron en hacerlo sino hasta estar parados en la puerta y con una fila de gente esperando subir… Mas en ese instante sólo soy yo y no me importa. Entro y me siento junto a una ventanilla del lado izquierdo del bus.
Me gusta tomar el transporte público porque así logro apreciar los rostros de mucha gente, tanto de los que viajan conmigo como de los que viajan al otro lado del cristal… Con seis pesos puedo atravesar toda Tuxtla, soy consciente de ello, pero nunca he querido hacerlo. Al cabo de diez minutos llego al parque del Cinco de Mayo y decido bajarme ahí. El Jaime Sabines me trae muchos recuerdos, recuerdos que tenían un mayor valor hace dos años que hoy. Al pensar en ello me doy cuenta que la vida es un chiste, veo a mi alrededor y comienzo mi caminata hacia al Parque de la Marimba.
Todo luce casi tan igual como hace un año o dos o tres: Algunas tiendas cerraron, se levantaron nuevos espectaculares, el restaurante norteño de la vaquita ahora es farmacia y así consecutivamente.
A mitad del camino decido entrar a un Oxxo a comprar agua: Bonafont de un litro. “Buenas tardes”, saludo, sonrío. “Doce pesos”, responde. No me atrevo a juzgar a los demás, me da miedo.
Al salir veo a un viejito mendigando por dinero al otro lado de la calle y me da curiosidad ver que nadie le da siquiera un peso, o por lo menos, lo voltea a ver. Me pregunto qué edad tiene, por qué está allí y no en otro lugar, cómo habrá sido cuando era joven, si tendrá hijos y si sí, ¿en dónde están? La gente en vez de caminar parece correr. No como gente, como agua. Y el viejito se aleja, pero no se mueve. Yo soy gente, yo soy agua.
Qué bonito cielo, qué bonitas nubes, qué bonito sol, qué rico viento. Trato de caminar con la mirada al frente, con la esperanza de que algunos ojos extraños encuentren los míos, pero nadie voltea hacia a mí y dudo de mi existir. ¿En realidad estoy ahí? ¿Caminando? ¿Por qué nadie voltea a verme? Me distraigo entonces y toda mi atención se posa en el gordo hombre pegado al claxon de su coche. “Muévete, que la chingada”, grita. “Pásate encima, ¿no ves que tampoco yo puedo pasar?”, le responden. La serie de golpes consecuentes ocurren frente a mis ojos como si fuera lo más normal del mundo, y sin darme cuenta, el hombre gordo y su combatiente se alejan en la distancia sin moverse.
Pocos metros más adelante, un niño se acerca a mí y ofrece bolear mis zapatos. Llevo tenis. El niño sin dejarme terminar de hablar, cambia la expresión de su rostro y se echa a correr. De repente, me detengo de golpe al ver a un hombre sometiendo a otro en el suelo. “Está borracho, golpeó mi carro, alguien llame a la policía”.
Continúo mi curso hacia al parque y no puedo evitar mirar hacia atrás para ver en qué terminará todo. Me doy cuenta enseguida que los transeúntes se detienen frente a la zona de conflicto para apreciar mejor el acto a través de sus ojos mecánicos. Junto a mí un cura despide con una sonrisa a sus fieles creyentes. Cuando estos se van, el sujeto pierde su alegría, suspira y cierra las puertas de su iglesia. Una cuadra más adelante, la tienda de televisiones enormes que nadie puede pagar transmite la repetición del noticiero matutino en el que hablan sobre la preocupación del mundo entero por el calentamiento desenfrenado de la Tierra en los últimos años; en la tienda de a lado, también de televisores que nadie puede pagar: Raid Casa y Jardín, Aire acondicionado marca Laspeyres 2932 y City Honda modelo 2016.
A cada paso me siento más cansando y mis ojos duelen. Como si fueran las dos de la madrugada en domingo y tuviera que ir a la escuela al día siguiente.
Acabo de llegar al Parque de la Marimba y como de costumbre, veo a mi alrededor buscando a algún conocido. No hay nadie. Camino hacia la repostería y está vacía. De pronto, una mujer de unos 40 años llega y se para junto a mí. El repostero sale de su escondite. “Me da una tartaleta de esas de ahí, por favor”, la atienden, paga y se va. El repostero, quien también ejerce de cajero, silba y se queda parado junto a la caja registradora. Su mirada por casualidad se topa con la mía: “¿Vas a querer algo?”
De vuelta en el camión, sentado en la ventanilla del lado izquierdo, logro ver a una mujer de unos 100 kilos junto a su madre parada en la puerta del autobús preparando su dinero. Le lleva un minuto o dos. Se sientan en los asientos frente al mío y las escucho gritar y discutir sobre la necedad de ambas. Es mejor volver a casa, mejor hago sonar un poco de música en mis oídos, ¿el sonido natural del mundo qué?