Rompecabezas
Por Nayani García Hernández
Estudiante de Ciencias Políticas y Administración Pública
El silencio y la penumbra que adornan la noche son los mejores compañeros cuando tenemos que hacer un balance de las cosas. Es curioso cómo, al estar privados de la vista, somos capaces de percibir mucho más de lo que solemos ver cuando están despiertos nuestros cinco sentidos. Supongo que solo al poner las cartas sobre la mesa podemos apreciar una imagen completa de la vida y no solo la pequeña porción en la que siempre estamos enfrascados. Es así que funciona ese punto neutro, debes verlo a lo lejos para comprender todos sus elementos y componentes.
Fue así que estando entre las cuatro paredes de mi habitación durante cuatro o cinco meses pude tener el tiempo suficiente para que mi día a día se llenara de esos momentos simples y hasta cierto punto vacíos pero que despertaron un profundo cuestionamiento constante de lo que hasta entonces consideraba necesario.
Durante gran parte de mi adolescencia estuve obsesionada con la idea de la plenitud, cada vez que miraba al cielo me aferraba a su inmensidad desprendiéndome un momento de la tierra y perdiéndome en el infinito, mientras tenía mis ojos en un punto fijo del gran azul, sentía que mi vida cobraba sentido y al menos por ese instante podía entregarme a la narrativa del destino sin ser la protagonista y sin temer a lo que el futuro deparara para mi, era el allí y el ahora de ese entonces lo que me colmaba y llenaba de calor cada parte de mi cuerpo.
Siempre me vi como un rompecabezas, una imagen a la que se integran piezas que se traducen en momentos y personas, por lo que esos pasajes de tranquilidad y satisfacción que salían cuando me dejaba a merced de la inmensidad, son lo que yo percibía como encajar piezas, cuando cada cosa parece estar en su lugar, se siente completo, se siente correcto y pareciera que podemos renunciar al control un poco para atenernos a vivir esa sensación de presente que no se intimida por el mañana y que te incita a recorrer el camino con toda la fuerza necesaria, eso es lo que yo entendía como la plenitud, una sensación tan grande que te hace sentir lleno sin necesidad de ligarse a algo que no sea la paz, libertad y seguridad.
Solía disfrutar de esos escasos lapsos encajando mi piezas hasta que un día lo infinito dejó de proporcionar seguridad y por más que intenté recuperar el protagonismo de la narrativa era imposible asumir el control nuevamente, todo se fue de su lugar y cada pieza que construía identidad y estabilidad fue desapareciendo poco a poco para dejarme con una sensación de vacío en la boca del esófago, el mañana se llenó de incertidumbre y el presente se empezó a reducir a cuatro paredes, una computadora y cinco personas compartiendo una casa durante más de cinco meses, paulatinamente todo se fue tratando de disminuir el peligro lo más posible y cuidar a quienes viven conmigo, un virus que brotó del otro lado del mundo quebrantó toda la realidad, no solo para mi, el mundo entero esta en crisis y por más que intente ayudar, todo se ve insuficiente si solo puedo hacerlo desde mi hogar.
Parece gracioso cómo unos meses bastaron para que una bola de nieve en el pico de una montaña se volviera una avalancha que terminó llegando a límites insospechados, encerrando a muchos en sus casas y obligando a otros a ponerse en riesgo para encontrar la manera de sobrevivir en un país con instituciones que les dieron la espalda, honestamente, cuando empezaron a relucir las desigualdades que se daban fuera del privilegio, me pareció egoísta afirmar frente a mi familia que me sentía mal en toda la extensión de la palabra, contarles que cada noche me quedaba viendo el techo como si fuera mi nuevo cielo y buscaba aquello que solía hacerme feliz, pero en lugar eso obtenía una terrible sensación de agobio que me cerraba la garganta, disparaba mi pulso y me impedía respirar correctamente. Actualmente puedo afirmar dos cosas: mi habitación se siente lo suficientemente pequeña como para hacerme sentir atrapada, pero al mismo tiempo la veo lo suficientemente grande como para hacerme sentir perdida.
El primer mes me dije a mi misma que debía ser fuerte y tratar de sobrellevar la situación lo mejor posible, fue sencillo la primera semana, la segunda se me dificultó un poco más, y cuando finalizó el primer mes me di cuenta de que sería mucho más complicado de lo que me había imaginado, de alguna manera todo se juntó y formó una mezcla de todas la emociones que es capaz de contener un cuerpo humano para posteriormente lanzarlo directamente en mi cara y hacerlo parte de cada fragmento de mi alma, fue así que empecé a vivir con esa masa de sentimientos que solo crecía y crecía al alimentarse de mi miedo al ver el número de muertos en las noticias, de la frustración derivada de que aquellos en posibilidades no respetaran la cuarentena ni siguieran las recomendaciones emitidas, de la incertidumbre al ver que el semáforo no cambiaba, de la sensación de insuficiencia al no entender la clases en línea, del agobio al sentirme atrapada, de la impotencia al no saber como hacer sentir mejor a las personas que viven conmigo y del misterio que nacía al pensar en los escenarios del mañana.
Traté de tragar cada emoción como una píldora amarga porque resignarme parecía la mejor opción en el momento, al final no había nada que pudiera hacer para cambiar el orden de las cosas, pasé a ser la protagonista de una historia manejada por las circunstancias y en la que mi intervención no impactaba de la misma manera que antes, a pesar de todo, el vacio persistía en cada uno de mis huesos, era un rompecabezas incompleto que debía buscar sus piezas en el encierro, sabía donde estaban pero no podía ir por ellas, enfrenté un fuerte dilema pues, si bien, no tenía ninguna manera de encajar mis piezas nuevamente, también reconocía que no podía seguir lidiando con los vacíos en mi alma.
Fue así que una noche envuelta en el silencio y la penumbra, una revelación se alzó ante mi desesperación como un rayo de esperanza, tal vez y solo tal vez, era momento de buscar otras maneras de llenar mis vacíos, unas más pequeñas que logren endulzar un poco la realidad y me devuelvan la tranquilidad al menos un minuto, cosas tan mínimas como darme un tiempo para respirar profundamente, pasar tiempo con mi familia, alimentar a mi mascota, escuchar música o hacer música, escribir un párrafo de lo que hice en mi día, incluso si es repetitivo, ver una película, leer una página de mi libro favorito, etc. Todo lo que me conforma puede venir de lo que me rodea por muy mínimo que me parezca, aprender a reconocer aquellos elementos simples que hacen de la vida una experiencia más bondadosa es la mayor tarea que he tenido que afrontar, ser amable conmigo y con lo que siento nunca había sido una de mis prioridades, siendo sincera, se volvió importante hasta que no pude lidiar más con las píldoras amargas que la realidad de la pandemia trajo consigo, de manera autónoma o con la ayuda profesional tuve que hallar la manera de que mi rompecabezas encontrara piezas más pequeñas que estuvieran a mi alcance y así construirme de manera distinta para tener una nueva imagen.
Dejé de ser un rompecabezas cuando entendí que no hay piezas determinadas que nos completen, no hay algo como una pieza única que encaje en nuestra esencia, somos los elementos del día a día, sea pequeño o grande cada cosa se integra a nosotros, por lo que más que un rompecabezas somos un collage de experiencias que no se limita de ninguna manera, puede que no sepamos con exactitud la imagen que formaremos y pude que en cierto punto de nuestras vidas no parezca que las cosas que se integran tengan sentido, sin embargo, solo cuando nos alejemos y pongamos todas las cartas sobre la mesa, podremos ver la imagen completa, puede que todos los elementos tengan sentido, puede que no, aun así, habrá una imagen y al aprender a apreciarla podremos valorar las partes que han conformado nuestra existencia, sean grandes o pequeñas, todas no llevan a lo que somos y cuando estamos perdidos eso es lo que tenemos por lo que encontrarlo es nuestra tarea. Dejemos de ser rompecabezas.
* Cuento escrito en el marco de la Jornada de Reflexión Universitaria del ARU, para la clase Ser Persona, impartida por la profesora Adriana María Flores Pérez