La amistad en riesgo: cuando la crítica siembra dudas
Sofía González Unzón
Estudiante de Literatura y Filosofia.
Dentro de la película de Margarethe von Trotta, Hannah Arendt (2012), se muestra una de las etapas más agitadas de la filósofa alemana Hannah Arendt: el juicio de Eichmann y la escritura y publicación de Eichmann en Jerusalén: Un reporte sobre la Banalidad del Mal (1963).
La amistad, que era un concepto que Arendt apreciaba profundamente en la vida del ser humano, vino a cobrar un sentido completamente nuevo. Hannah Arendt tenía varios amigos de diferentes partes del mundo, también mantenía amistad con algunos profesores que la asesoraron en la universidad. Algunos de sus trabajos, incluso, están dedicados para amigos de ella. Sin embargo, ante el escándalo que produjo su tesis de “banalidad del mal”, muchos de estos vínculos se agitaron de manera violenta.
En la película hay una frase que mueve profundamente, y que fue sacada de la correspondencia entre Hannah Arendt y Gershom Scholem: “Nunca amé a ningún pueblo. ¿Por qué amaría a los judíos? Sólo amo a mis amigos. Es el único amor del que soy capaz”. Es aquí donde podemos ver y entender la idea que la filósofa tiene sobre la amistad.
La crítica de Arendt jamás fue para un pueblo, o para los amigos que pertenecían a ese pueblo; la crítica siempre fue dirigida a Eichmann, a aquellos que cometieron los crímenes del holocausto. Pero aún así, la ofensa que, muchos alegaban, ella había cometido no la perdonó nadie, ni siquiera sus amigos más cercanos. Aquellos que se pusieron de su lado fueron personas que no vieron ofensa alguna en lo que dijo, pero sí que entendían la gravedad de lo estipulado.
¿Qué amigos eran los verdaderos?, ¿Los que la rechazaron, incluso si había años o décadas de amistad de por medio?, ¿O sólo aquellos que se quedaron?
Aristóteles en su libro VIII de la Ética Nicomáquea explica que hay diferentes tipos de amistad. Existen la amistad por utilidad, la cual muere pronto, pues lo que me es útil o necesario hoy puede no serlo mañana. También está la amistad por deleite propio, donde solo me satisface ser amiga del otro por lo que esa persona me da y no por quien es o lo que el otro represente. Finalmente está la amistad verdadera, aquella en la que uno puede mostrarse libre y sincero, donde también hay potencial de crecer al lado de la otra persona. En esta amistad ambas partes son buenas, y existe un cariño sincero y desinteresado.
Aquí habría que preguntarnos, en el caso de Arendt, ¿qué cariño era el desinteresado? ¿El de aquellos amigos que se vieron tan lastimados que se alejaron? ¿El de quienes defendieron a la filósofa? En esta época, ¿será que estamos entendiendo amistad como algo que se desenvuelve de manera natural y recíproca?, o ¿lo estamos viendo como un contrato en el que al mínimo error se deben cortar lazos?
Mostrarse frente a una persona tal y como somos en realidad es algo extremadamente difícil de hacer, no importa cuántos años pasen. El calor de una amistad verdadera no puede fundamentarse en aguas poco profundas o condicionadas; se debe ahondar en aquello que confiamos con nuestra alma entera a otras almas distintas. Y muchas veces el confiar demasiado en que los demás nos quieren tanto como nosotros a ellos nos hace pensar que el margen de error es mínimo, que no hay un peligro. Pero muchas veces la intensidad del cariño puede ser la misma que la del odio.
La realidad es que los errores cuestan, una mala palabra o forma de expresión puede costarnos una relación entera. Pero, ¿hasta qué punto somos también verdugos ciegos e injustos? Nos pasamos años enteros despreciando errores cometidos contra nosotros, y llegamos al punto de la hipocresía para no admitir que nuestro orgullo se hirió, o para no sufrir la pérdida de un vínculo que (irónicamente) percibimos inquebrantable. Muchas veces, también, somos incapaces de ver nuestro propio error, enfrascados en un torbellino de obstinación. Otras veces condenamos a aquellos que no han cometido otro “error” más que el de entender, pero jamás satanizar, a quienes sí cargan con una falta.
En esta sociedad que guillotina socialmente a otros con palabras como “cancelado” o “denuncia”, en varias ocasiones de forma injustificada y sólo para obtener una venganza personal, ¿Cómo mantenemos amistades perfectas, vírgenes? No podemos. En todo caso, esta terca percepción de la amistad se termina confundiendo con una fidelidad monogámica digna de la más egoísta de las relaciones. ¿Acaso el otro no es también libre? ¿No fue por ello que lo amamos desde el principio?
Hay que replantearse muy bien qué estamos entendiendo por el amor o el cariño. A Arendt se le acusó de no amar al pueblo judío. Pero ella amaba, con toda el alma, a sus amigos que también eran judíos.
Nuestra fidelidad, nuestro amor, nuestro cariño y perdón, ¿en qué cajón se alojan? Muchos aman naciones o pueblos, otros aman líderes o entidades, otros más aman ideologías y mueren con ellas. ¿Es justificable amar tanto y de manera tan inamovible como para ignorar el margen de error en una nación, autoridad o idea? ¿Tanto como para ignorar mis propias faltas?
Y es que aunque la amistad sincera jamás es perfecta… es buena y dulce .