Las cuatro transformaciones
Yael Palacios
Estudiante de Literatura y Filosofía
El azar me suscitó a los luceros más sublimes, ahí es viento mortal y sus rasgos testigo del sol. Cargaba los infiernos de la razón. La piel ofusca disponía de recuerdos huérfanos. Soñaba esos días mientras los impulsos brotaban en la vigilia, donde las velas rojas hacen del péndulo un nimio. Debo decir, me condenó la piedad de mis huesos, que absorbieron mi ánimo a la valona generacional.
Tenté los juegos a su pérdida. Fuerzas sin signo dispararon mis pupilas ardientes, sonaba el aire, y las sombras de la caverna se habían evaporado. Con fin de mariposa, era camaleón en los cerros y el desierto. Sofoqué al anillo. Sepulté en la tierra al hombre de mis vidas añejas. Ese fuego cocido amputó su huracán.
Beben vidrios mis demonios, respiran de māyā. Cantan en la supresión. No peleo ante la luna llena, los árboles mataron esa membrana, sobraba la magia esencial. Aquel resplandor afinaba mi mente, y su pequeño poeta, era guardián del jardín. Nubes sagradas, sin distancia. Rodeaba al éter, descuidé la sed del mar, la arena y los cielos. No había enfoque, sólo observar.
Genuino de realidad, fumaba esos cielos y su humo ascendía olvidando el tacto. Las cenizas predecían locura. Inhalaba lo interior de mis sentidos y exhalaba la náusea. Un cantar de Orión me trasladó al otro lado de la calle, sin cuerpo, en voz de voluntad. Distinguía rozar la caricia, se fecundaba mi intestino, sin gravedad ni círculo.
Lo profundo era frágil, los delirios se desprendían, mi contacto centro de la luz y color, también, la forma de la pantalla penetraba por la nada. Olvidé el duelo, sí, esa retentiva sensación. ¡Adiós hermanos míos! Queda simbiosis con los cosmos, y mi consumación es armonía como ser, sin retorno al lenguaje ni gramática que explique, el rayo de la semilla.