MADELEINE/ CUENTO
Escrito por: Ixchel Jiménez Guendulain
Literatura y Filosofía
—Arderemos las dos en el infierno, mi ángel
Susurré a Madeleine mientras ambas observábamos el mar, anhelando momentos que ahora parecían lejanos. Cuando el mayor de nuestros dilemas era el espacio vacío que dejábamos en la cama al dormir juntas, esa pequeña franja del colchón que trazaba una barrera para contener nuestro deseo carnal y alimentaba el de nuestro corazón. Había previsto nuestra despedida de los sitios que llamamos hogar, huir de donde caminar está prohibido si sostengo la mano de quien amo. Las brisas acariciaban nuestro cabello y el calor que caía sobre nosotras era tan diferente a la frialdad de nuestro lugar de nacimiento, el poblado que preferíamos abandonar detrás de las montañas que separaban la costa de la capital. Dejamos muchas cosas atrás, heridas y pendientes que nunca lograrían sanarse. Jamás me disculpé ante el dios de mi madre y sus alabanzas, aun sabiendo sobre todas las oraciones y los deseos que le encomendó para que esa parte de mi cambiara. Lo sé, porque estuve con ella susurrando la misma oración un millón de veces, pero un fragmento de la Biblia no vale una vida.
Suspiré nostálgica, este paraje me recordaba a nuestra infancia, durante unas largas vacaciones de verano corría por la arena junto a Madeleine alrededor de playas similares. Las dos melenas castañas brillaban bajo el sol mientras ligeros sombreros de paja cubrían nuestras cabezas. Recordé lo que papá dijo alguna vez sobre el amor: todos tenemos un amor que nos marca, uno que a lo largo de nuestra vida se vuelve especial, nuestro referente casi idealizado y al recordarlo nos hace creer en aquel sentimiento. Lo que le profesaba a Madeleine ¿no era lo mismo? Siempre fui su amiga, su cómplice y compañera de juegos. Pero esa cuestión de amar, este enamorarse de mujeres era algo que no estaba bien visto, o al menos esa era la idea con la que crecimos, la que nuestros padres y las personas a su alrededor nos intentaron imponer desde pequeñas. Aprendimos a callar solo para que el silencio nos hartara antes de la confesión mortal: —Quiero la libertad de amar y de ser quien soy.
A Madeleine siempre le gustó admirar el mar, mientras que este nunca fue del gusto mío, pero debía admitir la capacidad tranquilizante de aquel lugar. Desde la altura de esta pequeña barranca podíamos observar cómo se formaban las olas y se desleían sobre la arena. Observaba todo el panorama manteniendo una sonrisa en su rostro mientras. —Qué bello sería que el mar nos coma el cuerpo y la sal nos lave el corazón.
Quizá si fuera más osada se atrevería a saltar al agua, hubiera sido ella la que tuviera la iniciativa como aquella vez. Tal vez esta relación mal vista inició cuando éramos unas quinceañeras, no sabíamos mucho de sexualidad y nada sobre los problemas sociales que nos rodeaban. Durante una fiesta en casa de mis padres ambas subimos a mi habitación de forma inocente. Entonces se produjo el momento más exquisito en nuestras vidas, un primer beso inocente, sin malicia, el sello del primer amor, el que rápidamente se vuelve amargo. Permanecimos en la habitación acariciando el cuerpo contrario, guardando cierta curiosidad de explorarlos mutuamente. Volvimos a besarnos, ignorando todo a nuestro alrededor solo siendo devueltas a la funesta realidad cuando mi padre nos encontró. No armaron un escándalo esa noche, sino hasta el día siguiente, cuando los padres de ambas acordaron separarnos, alegando que las mujeres juntas causan repulsión, algo antinatural.
A una parte de mi le gustaría borrar cada rastro del amor, de nosotras, tenía tanto miedo cuando nos besábamos, temía que ellos nos rompieran el cuello. Lo raro para ambas, el recordar nuestro sentir, era la pureza e integridad de esos fuertes sentimientos. No eran como los sentimientos que alguna vez dimos a un hombre, sino de una pasión por completo desinteresada: un afecto protector, pasional. De Madeleine nacía también cierta sensación de estar las dos aliadas. Así elegimos huir a nuestra propia tierra. Ahora en el presente, ambas adultas no teníamos por qué estar bajo el control de quienes no entendían la forma en que nos sentíamos. La nostalgia de aquellos años nos obligó a entregarnos por fin la una a la otra, solo en un beso, un gesto virginal capaz de expresar más amor que cualquier encuentro carnal. Luego otro beso más en nuestro escondite.
—¡Deja que me ahogue solo una vez! —ella recobró su osadía y saltó hacia el agua, tomándome de la muñeca para seguirla. Incluso si estoy temblando ahora ya no tengo miedo. Si estamos juntas ya no tendría nada a que temer; estando solas, a escondidas, todo parecía ir más lento, como si el tiempo se congelara en ese instante y no existiera nadie más que nosotras dos. El agua nos recibió, acariciándonos como si intentara disolvernos y la sal buscara picar nuestro corazón, pero entre aquel intercambio los dedos de Madeleine se entrelazaban con los míos, los de su mejor amiga.