El vuelo de la ventana /CUENTO
Por: Larissa Ellian Juárez
Estudiante de Literatura y Filosofía
Ella decidió dejar a su esposo el día que la ventana se fue volando. Él llevaba semanas, tal vez meses, llorando sus pérdidas. Ese llanto, que no se detenía nunca, la estaba asfixiando; así que cuando la ventana decidió desprenderse y volar, ella pudo respirar de nuevo, se dio cuenta que ya no podía seguir ahí.
Sin perder tiempo empacó sus cosas en la maleta color mostaza que les regalaron en su boda, para los muchos viajes que iban a hacer. Mientras sacaba las blusas del tocador se contempló en el espejo, y comparó su reflejó con la foto de ese viaje a Los Cabos de su luna de miel. Ya no era quien solía ser, después de tres hijos y veinte kilos ya no reía igual.
Su matrimonio no había sido malo, ni él tampoco. Pero después de los sucesos del 2 de febrero, era lógico que su marido no dejara de llorar. Él había absorbido todas las lágrimas de aquella casa, al parecer, nadie salvo su esposo podía sufrir. Sus hijos parecían fantasmas, vagando por las noches en busca de agua, o jalando la cadena del baño, de ahí en fuera, ella nunca los veía. Por el otro lado, las lágrimas de él inundaban constantemente lo que alguna vez llamaron hogar. Cada vez que se mencionaba el nombre de Grecia, lloraba. Cuando ella intentaba guardar las cosas de su hija, las cascadas comenzaban a salir pidiéndole que dejara todo como estaba. Las comidas de los domingos también traían las gotas de sufrimiento que no paraban de emanar.
Su esposo entre lágrimas constantemente la acusaba de lo insensible que era, y le reclamaba con la mirada que ella no había cuidado bien de su hija. Porque al parecer no habían importado los catorce años que la procuró, la alimentó y la amó. Para él solo valía la noche del 2 de febrero, en la que AMBOS le permitieron salir a una fiesta de la que no regresó jamás. A diferencia de él, ella no se había quedado sentada llorando. Había pasado los siguientes dieciocho días buscándola, desgarrando su voz para que las autoridades hicieran algo. Sintiendo el ardor de la duda, la falta de sueños, la constante angustia de que estuviera en una bolsa de basura en un terreno abandonado. Ella movió el cielo y la tierra para que su pequeña volviera a casa.
Al final la encontraron, el 21 de febrero, o al menos eso fue lo que les dijeron para que ella dejara de buscar, porque los restos cortados en pedazos no podían ser reconocidos. Ese día fue el único en el que ella se permitió perder el control, berrear su pérdida, maldecir a Dios y a los malditos que había hecho eso. Y preguntarse ¿Por qué?, ¿Qué había hecho mal?
Comenzó a amontonar los calcetines en la maleta, cuando escuchó los pasos pesados, junto con los leves lamentos.
—Por favor no te vayas —le pidió desde la puerta, llorando.
No entendía cómo no se había deshidratado aún. —deja de llorar. —se lo pidió con calmada.
Eso solo produjo más agua —no puedo.
—Entonces no puedo quedarme. Estoy cansada, estoy harta de ti, de tu lloradera, de tus reclamos, y de que no admitas que no fue únicamente mi culpa.
Él comenzó a llorar más, al tiempo que ella sentía sus ojos más secos.
—no fue tu culpa
Decidió ignorarlo y comenzó a guardar sus cosas más rápido. Verlo llorar la ponía de malas, porque no podía entregarse al dolor igual que él.
—no fue tu culpa
Se detuvo y lo miró a los ojos. —solo porque lo repites, no lo hace verdad.
—es que no lo fue. — sus pestañas mojadas, y sus mejillas húmedas, le pedían un abrazo.
Ella se acercó a él y se despidieron.
—dime que entiendes que no fue nuestra culpa.
—¿Y por qué no dejas de llorar?, ¿Por qué la ventana se fue volando?
Él la miró desconcertado. —querida la ventana se rompió.
Su esposo no lo veía, pero aquel objeto que él percibía como roto, le había dado una salida para poder perdonarse. Volaría al igual que ella, a pesar de saber que podía romperse cuando dejara de hacerlo.
—me liberó. —dijo en un susurro.