Crónica de una docencia remota no anunciada
Dra. Belinka González Fernández
Académica de Tiempo del Departamento de Ciencias e Ingenierías
Cuando anunciaron la suspensión de actividades en la universidad, así como mis estudiantes, yo tampoco estaba preparada para lo que venía. Tomé de mi oficina las cosas que consideré serían más útiles para las siguientes semanas: un par de carpetas, los tres libros que más usaba para planear el curso que daba en ese momento, algunas hojas de reciclaje para hacer cálculos, la libreta donde apunto las lecciones diseñadas, unos plumones para escribir en algún pizarrón que pudiera conseguir y las listas donde llevaba el registro de asistencias, participaciones y tareas. Tampoco pensaba que terminaríamos el periodo de Primavera 2020 de manera remota y, mucho menos, que todo Verano y Otoño serían así.
Al principio, supongo que igual que para todo el mundo, fue muy difícil para mí. Nunca había dado clases en esta modalidad y tuve menos de dos semanas para aprender a grabar, editar y subir videos, mejorar mi manejo de Moodle y entender el funcionamiento de Teams. Fue, probablemente, la curva de aprendizaje más empinada a la que me enfrentado en la vida (le calculo una inclinación cercana a los 90°), particularmente porque la tecnología y yo nunca hemos sido buenas amigas.
Las primeras semanas incluyeron una enorme cantidad de desvelos y frustraciones; y decidí que, si esto iba a funcionar, tendría que dejar de lado mis proyectos de investigación, el acompañamiento de trabajos estudiantiles y demás actividades para concentrarme, exclusivamente, en que mis alumnas y alumnos tuvieran la oportunidad de aprender lo más posible de Física Moderna. El reto más grande, sin lugar a dudas, fue tratar de transmitir a la distancia lo que en el salón de clases hacíamos interactuando unas con otros.
Poco a poco, fui encontrando mi propio ritmo, logrando identificar y familiarizarme con las herramientas tecnológicas que se adaptaban más a lo que necesitaba como docente. Elegí hacer videos para explicar conceptos que en la clase hubiera enseñado usando demostraciones, experimentos y otras dinámicas en vivo, aunque con muñecos, a falta de estudiantes; decidí aprovechar la tableta, que por fortuna tenía, para suplir el pizarrón; me valí de encuestas hechas en Google Forms para ver qué estaba entendiendo cada quien; complementé todo esto con video sesiones para oírnos, preguntarnos, contestarnos y, a veces, mirarnos el rostro; determiné que mis exámenes serían orales, para saber qué sabíamos, y explicarnos lo que no, y preguntarnos cómo estábamos, qué nuevas aficiones habíamos descubierto (cocina, horticultura, crossfit) o cómo llevábamos el confinamiento, en general; inventé tareas que pudieran hacerse en casa y les permitieran jugar, y convivir con la familia en un contexto distinto. Sobre todo, a lo largo de cada curso, procuré preguntar constantemente cómo íbamos y qué podría cambiar, o mejorar, para que las clases fueran más claras, amenas y llevaderas.
Y, al final, creo que mis grupos y yo logramos comunicarnos, no igual, pero lo mejor posible. Mis estudiantes, particularmente aquellas y aquellos con los que sólo he tenido contacto en línea, me han dicho que se han sentido cerca, pero siempre tenemos la ilusión de encontrarnos, algún día no muy lejano, por los pasillos. Les he dicho que me hablen, porque no sé si reconozca sus caras; me ha dicho, más de una, que me buscará en cuanto volvamos. Les estaré esperando, yo también quiero mirarles de frente por primera vez, invitarles a sentarse en mi sillón, ofrecerles un chicloso o un chocolate, que nos sonriamos y, tal vez en un universo paralelo, nos abracemos al fin.