Vestido de novia
Mary Tere Salvador Reyes
Justo estaba pensando en ella cuando la vi pasar. Iba caminando sobre la Madero a la hora de la comida. Se miraba tan distinta, tan fuerte. Al parecer aquel año atroz se había encargado de cambiarla. Yo no podía hacer nada, ni hablarle ni llorarle, lo único que me quedaba, dada mi profesión era tomarle una fotografía y volver a tenerla conmigo, aunque sólo fuera en un pedazo de papel.
Hasta hace un año, Dolores era solamente mía. Era una buena mujer: sencilla y discreta cuando se trataba de amores. No podía reprocharle nada, qué se le dice a una muchacha cuya única ocupación era amarme. En aquella época, ella era tímida e inocente y se negaba a reconocer su belleza, no se creía que aquella sedosa cabellera negra y cuerpo de deseo eran perfectos, la humildad corría por sus venas. A pesar de eso, no supe estar a su lado. Fue un tiempo en el que las ganas de deambular y conocer me invadían, Dolores representaba una especie de ancla, mi vida no estaba para formalidades.
Esa tarde encendida, cuando la dejé, todo parecía tranquilo, inquebrantable, pero en realidad mi espíritu aventurero luchaba por abandonarla, peleaba contra aquel anhelo de compromiso que a ella se le había venido formando desde que vio un vestido de novia en esa revista que sólo leían señoras de sociedad. Recuerdo perfectamente qué fue lo que le dije para herirla y que no tuviera fuerzas para defenderse.
“Pablo, te he notado extraño, dime qué te ocurre”.
“Nada”, le respondí fastidiado.
“No me quieres decir, no te insistiré. Sin embargo, sí necesito que contestes una cosa”, me dijo desanimada.
“¿Cuál?”.
“¿Me quieres?”.
“Sí”.
“Entonces, ¿nos casaremos alguna vez?”.
“Dolores, no quiero hablar del tema”.
“Pero yo sí, Pablo, ya te esperé mucho tiempo, yo necesito saber si…”.
“No, jamás me casaré contigo”, la miré a los ojos. “Mírate, pareces una monja. Sí, deberías recluirte en un convento. Yo no te quiero para que seas mi esposa y no creo que nadie más lo haga, pero, no te sientas mal, como te dije, ve a un convento al menos ahí vestir santos no está mal visto”.
“¿Cómo me puedes decir algo así?”.
“No se requiere de mucha ciencia. Mira, Dolores, no puedo casarme y ni quiero. Yo creo que lo mejor es que me vaya, que dejemos todo aquí”.
“No, Pablo, no me puedes abandonar”, comenzó a llorar.
“Las lágrimas no te quedan, Lola”.
“Me acabas de decir que me quieres”.
“Y sí te quiero, pero, la verdad, no me veo pasando el resto de mi vida con una mujer como tú. Ya me voy. No me busques, por favor, y yo prometo dejarte tranquila”.
Y ahí la dejé. No volví a saber de ella, no supe si volvió a enamorarse, pero, estoy seguro de que su pobre corazón se quedó en los huesos, herido de muerte. Por eso ahora que la volvía a encontrar me sorprendió tanto verla así, con aquella ropa tan atrevida y los labios de rojo, además en aquellos ojos la crueldad se asomaba. Si no me equivoco, ella igual había aprendido a romper corazones para poder reparar el suyo, y con todas esas miradas acosadoras que recibía parecía llenarse de fuerzas, era como si ahora le encantara ser deseada.
El corazón me dio un vuelco después de fotografiarla, el alma me dijo que la siguiera y lo hice. La alcancé antes de que cruzara la calle. Juro por mi vida que tuve miedo, temía que me hubiera borrado de su memoria.
“Dolores…”, la tomé de la muñeca.
“Hágame el favor de soltarme”, me miró retadoramente.
“Perdón… es que hacía mucho tiempo que no te veía…”.
“Sí… lo sé”.
“¿Cómo has estado?”.
“Perfectamente. Ahora si me disculpa, tengo que irme”.
“¿Por qué me hablas de usted?”.
“Así lo prefiero”.
“Te ves bellísima”.
“Sí, eso igual lo sé. Si ya no tiene nada que decir, me voy. Tengo prisa”.
“¿A dónde vas? Tú jamás fuiste una mujer de prisas”.
“Voy a recoger mi vestido de novia”.
“¿Te vas a casar?”.
“Sí”.
En ese momento el corazón sintió morirse. No me cabía en la cabeza que ella quisiera casarse con alguien que no fuera yo.
“¿Con quién?”.
“Eso es algo que a usted no le importa”.
“¿Tan pronto te has olvidado de mí?”.
“Me he tardado más de lo que usted tardó en dejarme. Le bastó una tarde y una despedida abrupta y sin justificación para irse”.
“Perdóname”.
“Yo a usted no le perdonaré nada”.
“Al menos déjame ir a tu boda”.
“No sea cínico. Mire, le dejo esto, así es el vestido que usaré”.
Sacó de su bolsa un recorte de revista. Era esa misma revista y ese mismo vestido con el que había iniciado su ilusión, una ilusión que ni yo pude deshacer.
“Le recomiendo, Pablo, que se inicie en el sacerdocio. Ahí no será mal visto que no se haya casado. Con permiso”.
No le respondí, se dio media vuelta y cruzó la callé, no dudé en seguirla. Entró a la tienda de novias y me quedé afuera observando a través del cristal del aparador; desde mi posición se miraba perfectamente el interior de la tienda, sin embargo, no podía verla.
Y fue entonces cuando apareció de nuevo, traía puesto aquel vestido blanco. Varias señoritas que al parecer trabajan en el establecimiento, le hacían algunos ajustes a la tela. Lucía hermosa y fatal, como una diosa griega, coronada con un velo.
Mi espíritu se hizo pedazos, las esquirlas de la cruel realidad destrozaron mi entereza y me empujaron al llanto, a un lamento amargo y lacerante. Así sin más rompí el recorte y arrojé los trozos al suelo; sin secarme las lágrimas me fui de ahí pensando en ella, tan altiva y segura, más dueña de sí que nunca antes. Ya no era Dolores, ya sólo era una mujer partiendo plaza por Madero.