No vayas
Por: Marytere Salvador Reyes
Histeria, caos, ansiedad, gritos. Uno a uno los veo caer, el tiempo se ha detenido y no queda más que el sonido fatal de las balas. Nos están matando, se llevan nuestras vidas entre sus manos y no podemos defendernos. Pronto y sin darme cuenta, igual he caído y la muerte implacable entra a mi cuerpo destruyendo todo lo que encuentra a su paso, sin embargo, mi espíritu le hace frente, alejándola de mi razón.
Rafael cae justo frente a mí dejándose vencer, mientras que, a mi lado, yace Pilar, está llorando; tiene miedo, no quiere morir. Ha de pensar en su madre, quien pronto se quedará sola, únicamente la tenía a ella y ahora, Pilar abandona este mundo por una bala que le ha perforado el pecho. Le tomo la mano sucia de sangre para que no tema, ha sido una buena mujer. La vida se le ha escapado, pero aún me aferro a sus dedos, siguen tibios.
Los párpados me pesan, la agonía es más fuerte que yo, sin embargo, mi lucidez no está del todo perdida, me quedan energías para recordar. ¿Qué hicimos mal? Nada, nos han condenado a muerte sin concedernos un juicio digno; ya no somos más que bestias, un puñado de ganado rebelde y podrido, nos piensan como enfermedad por querer justicia y libertad, por eso nos matan, por eso se adueñan de lo único que vale en el mundo: la vida.
Ya voy a morir y pienso por última vez en él, en Lorenzo. Ayer, el día 1 de octubre de 1968, lo vi sin saber que jamás volvería a mirarme en sus ojos. Lo recuerdo suplicante y angustiado, como si supiera que me iban a matar, como si conociera mi fatídico destino. Me acuerdo de lo que me decía en aquel parque de Coyoacán.
—Quédate en tu casa, Sara.
—No, Lorenzo, debo ir con los demás.
—Por favor, no salgas de tu casa. Algo me dice que las cosas no saldrán bien.
—No importa, no puedo dejarlos.
—Por lo que más quieras, no vayas mañana, no quiero que te lastimen.
—No me pidas indiferencia, no me pidas que abandone la causa por la que hemos luchado todos estos meses.
—¡Por favor, Sara no vayas!
—Iré. Es momento de que escuchen nuestra voz.
Así sin más, me di la vuelta y comencé a caminar tan rápido como pude, no quería que me alcanzara por eso me perdí entre la gente, aunque todavía podía escuchar sus gritos.
—¡Sara! ¡No vayas! ¡No vayas mañana a Tlatelolco!