La travesía hacia la muerte
Por: Antonio Viera Pianda
Estudiante de intercambio de Uniminuto
Dedicado a mis padres y a todos los fallecidos
en la avalancha del día 31 de marzo de 2017
en la ciudad de Mocoa-Putumayo
Aquella noche del 31 de marzo de 2017 corría tan lenta, el ruido de los coches y la muchedumbre entonaban un canto de temeridad. Como siempre después de las 11:00 esperaba la llamada de mis padres, y entre lectura y lectura que tenia de la universidad se pasó el tiempo y no los llamé, y esa llamada que pudo ser la última de sus vidas, o la de su salvación, se extinguió en la nada.
Pasadas las 11:30 en las redes sociales, la noticia sobre los desbordamientos de los ríos eran el boom del momento. Lluvias torrenciales azotaban a la capital del departamento del Putumayo, pero nunca se me ocurrió que algo estaba por suceder, no se preveía sobre el desastre aún, sólo informaban que era un simple torrencial de lluvia y nada más. Los vídeos que se colgaban en las redes sociales no mostraban lo que estaba por pasar, no reaccioné, vi en una transmisión en vivo como el agua pasaba por las calles de mi barrio, y no llamé, me quedé dormido.
Eran las 3:20 de la mañana y una llamada me despertó. Cuando contesté, un nudo en la garganta me agitó las entrañas y entre sollozos escuché –“haz llamado a papá y mamá, mire hermano, ha sucedido algo en Mocoa, he llamado a mis padres y no contestan, en la casa me dicen que no hay nadie, y que todo está un caos, intente llamar y comuníquese con ellos”.
Esas palabras de mi hermano menor me angustiaron, su desespero y su angustia me encarnaron en nervios. De inmediato encendí el computador, empecé a buscar noticias sobre el suceso, pero no hallé nada, no había un reporte oficial en las noticias. Intenté llamar mil veces pero fue imposible, mi alma se desmoronaba a medida que pasaban los minutos, y yo seguía aún buscando información de mis padres quienes no aparecían por ningún lado.
La desesperación invadió mi mente, mis manos temblaban y no paraba de llamar esperando una respuesta de mis viejos. A las 6:30 sonó nuevamente mi celular; la voz apagada y triste de mi cuñado me impresionó y acabó por completo la esperanza de que estuvieran vivos. “Mijo no encuentro a su papá ni a su mamá, se los llevo la avalancha, su papá se tiró a cogerla y la corriente los arrastró, no pude hacer nada, lo lamento, no sé qué hacer, todo está oscuro, sigue lloviendo, no sé qué hacer, no sé qué hacer”, fueron sus palabras. El, quien se había quedado con ellos, y quien los vio por última vez cuando la corriente los arrasaba en medio del lodo y las piedras, que sonaban como trompetas del apocalipsis.
Quince minutos después me llamaron nuevamente. Esta vez era mi primo angustiado, llorando y gritando: “¡encontré a mi tío, encontré a mi tío! yo sé que es él, pero no sé cómo decirle primo… sólo encontramos la cabeza, el resto de su cuerpo no está por ningún lado”. Las bofetadas de la desgracia trituraban mis entrañas, no sabía qué hacer, mi cuerpo se congeló por varios minutos y mi rostro no dejaba de gotear lágrimas eternas de sufrimiento.
Llamé a un viejo amigo de papá para que lo fuera a reconocer, y ya con eso quedaría seguro si era él o no. Pasaron los minutos y así fue, me confirmó que sí era su cuerpo, y que lo habían encontrado enterrado hasta el cuello en una zona despoblada y solitaria. Mis gemidos de niño penetraban hasta lo profundo de mi alma vaga. El dolor y la angustia me pesaban como el mundo sobre mis manos y el solo hecho de verme envuelto entre la tragedia y la muerte me dejó loco por varios minutos. Gritando dije: “¡Ay padre mío! porque me has dejado tan solo, justo ahora cuando necesito de usted y mi mamá, yo no sé qué voy hacer sin usted, ahora solo me queda la esperanza de saber que mi madre esté viva”.
En ese momento llamé a mi novia. Llegó hasta mi posada a acompañar mi dolor. Ella lloraba como nunca, mi padre siempre fue una persona muy querida y apreciada y a quien siempre considero como la mejor persona del mundo, aunque su carácter a veces era muy fuerte, ella siempre lo estimó, quizá fue por eso que no paraba de llorar.
Mis manos sudaban y mi rostro estaba irreconocible, mi voz tartamudeaba cuando intentaba hablar. Alisté ropa y lo poco de dinero que tenía para viajar en busca de mis viejos, todo era tan oscuro aquella mañana que aunque el sol brillaba con tanto resplandor, yo sólo veía nubarrones grises que apagaban mi vida.
A medida que pasaban las horas sólo recibía llamadas de gente angustiada preguntando por mis padres, y yo no sabía qué decir, no sabía qué responder. No recuerdo quién tanto llamó, yo sólo quería abrazar a mi viejo y poder decirle lo mucho que lo amaba y lo quería, yo sólo quería busca a mi mamá, yo sólo quería decirles a todos que lamentaba no haber estado con ellos, que lamentaba no haber podido llamarlos y decirles lo mucho que me hacían falta.
Todo parecía un sueño hasta ese entonces. El olor a tragedia se impregnó en mí. Al mediodía del sábado primero de abril inicié la travesía amarga y cruel. El viaje se tornaba largo y los minutos se hacían eternos y yo queriendo llegar cuando antes a mi destino. La tarde se tornaba hostil y los pájaros volaban por doquier en la carretera, el asfalto y el olor a llanta quemada de los carros me tenían en un trance eterno.
Pedí en el transporte que pusieran la televisión para poder estar al tanto de la situación. Siendo las 12:45 de la tarde ya los muertos ascendían a 70. Con el pasar de los minutos fue incrementando, de 70 pasó a 120 y así sucesivamente las cifras iban creciendo. La gente estaba sorprendida con la noticia del desastre y yo no hallaba un espacio en el cual me sintiera ameno.
La fría soledad me golpeaba cada vez más fuerte cuando oía decir las cifras de los fallecidos en el desastre y lo peor de todo era escuchar que la mayoría de víctimas eran mujeres y niños. Yo me preguntaba ¿Cómo habrá quedado mi barrio? ¿Por qué tuvo que pasar eso justo cuando veíamos el futuro de nuestra familia florecer?
Millones de recuerdos emergían sobre los momentos que disfruté al lado de mis padres. Recordaba sus últimas palabras, sus sonrisas, miradas, abrazos, disgustos, payasadas, recordaba todo. Las últimas horas de viaje hasta Bogotá fueron un mar de recuerdos y de lágrimas. Ese viaje, no era más que una pesadilla de quien sólo deseaba ver a sus seres queridos. Durante todo el trayecto no me apeteció nada, yo no quería comer, sólo quería llegar a mi destino, y caminé y caminé en medio de una ciudad que no conocía, en medio de avenidas inmensas y donde nadie sabía de mí.
Fragmento del texto publicado en nuestra edición 77, disponible en los revisteros de la Universidad.
Que bueno edición Antonio felicitaciones … Y fuerzas parcerito