Feminismo: una lucha conmigo misma (Parte 3)
Kathya Tzompantzi López
Comunicación
En 2017, mis amigas y yo decidimos salir a dar un paseo y después de unas cuantas horas y demasiada comida en el estómago, abordamos el Metrobús para regresar a nuestra casa (me veo en la necesidad de aclarar que no era tarde, si acaso las 7:30 de la noche y no, no íbamos de falda ni vestido ni alcoholizadas ni nada).
Las tres; universitarias, foráneas y claramente muy confiadas, íbamos paradas en el bus que parecía más una lata de sardinas a punto de estallar. Gente entraba y descendía, pero el olor a humanidad —como yo le llamo—, se rehusaba a abandonarnos por nada del mundo. Alcé la vista y empecé a notar que un hombre aprovechaba cada parada del camión para acercarse a donde yo me encontraba que, casualmente, era cerca de una de las puertas de salida. Y por esto mismo no pensé mal, pero debí haberlo hecho. Debí, debí, debí.
Acto seguido el hombre estaba detrás de mí, demasiado cerca. Podía sentir su respiración en mi cabello. Busqué desesperadamente a mis amigas con la vista, pero estaban pendientes de nuestra parada, que ya se aproximaba. Un centímetro más cerca y luego otro y luego otro y… pasó, me tocó.
Al abrirnos paso entre las personas amontonadas para poder bajar, me pregunté ¿Cuántas niñas y mujeres habrán pasado por lo mismo?, ¿habrá otra chica en algún lado sintiendo el miedo, la vergüenza y sobre todo la impotencia que yo sentí en ese momento?
Mis amigas se dieron cuenta de lo sucedido al final de nuestro viaje, cuando ya no había nada que pudiéramos hacer, suponiendo que alguna de nosotras tuviera el valor de hacer algo.
Sólo me abrazaron.