Llegamos a Santa Cruz muy avanzada la noche
Por: Rayo Cruz
Habíamos caminado una hora cuesta abajo y otra cuesta arriba. El guajolotero que salió a medio día de la capital, nos dejó en San Juan. Desde ahí divisamos nuestro destino; era un pueblito perdido entre el follaje de la selva. Apenas se veía. No habíamos comido nada desde la mañana, pero no había tiempo que perder; era mejor avanzar porque el dueño de la noche, el señor de la oscuridad, sentía gran enojo cuando la gente ordinaria invadía su reino. En el camino se oía el ruido de los grillos, y a ratos los ladridos de los perros rompían el oscuro silencio de la noche. El cielo estrellado se nos metía por los ojos y suspirábamos como queriendo atrapar aquel instante.
Muchos años después aún conservo nítida la imagen de mis años mozos. Hace poco conocí a Jesús, un estudiante de música que viene de ese lugar. Después del 94 yo no volví más. Ahora sé que se llega en auto y está lleno de casas de concreto; vacías, porque sus dueños viven en California y sólo vuelven una vez al año a las fiestas patronales. Yo no sé si hicimos bien llevándoles el progreso, porque a eso fuimos; fuimos en nombre del desarrollo a mostrarles los grandes adelantos del mundo. De hecho, iba con nosotros un tal Fröhling de la cooperación alemana. Es cierto que había grandes carencias, pero también una inocencia demasiado cercana a las puertas del cielo.
Llegamos a Santa Cruz muy avanzada la noche. En el centro había una casa de adobe donde el gobernante nos esperaba. Llegamos cansados y con hambre; caminar tres horas por la vereda había sido al principio una aventura, pero después se volvió un martirio cuando al cruzar el río nos cayó encima un intenso aguacero que duró media hora. Tuvimos que meternos a una cueva para mantener a salvo nuestras cosas.
¾ Buenas noches, señor.
¾ Buenas noches, muchachos. Tomen sus cosas, van a quedarse en mi casa.
Otros ancianos, que acompañaban al personaje principal de aquella escena, dormitaban cabizbajos; eran como sombras, apenas se movían debajo de las antorchas de ocote que iluminaban el interior de la casa. Había en el centro una especie de tripié de madera en cuyo cabezal yacía clavada una lata de sardina; su función era sostener los leños encendidos y recoger la resina quemada que fluía hacia abajo. El olor del combustible era agradable, pero emitía un humo negro que obligaba a cerrar los ojos y cubrirse la nariz.
Afuera había un alboroto de jóvenes tomando mezcal, compartían la botella que iba corriendo de boca en boca. Nos ofrecieron un trago, pero rehusamos y caminamos detrás del hombre que encendió su manojo de ocotes. Caminamos un rato. Cuando llegamos a su casa el señor bajó unos viejos petates del tapanco y los tendió en el desnivelado piso del corredor de su casa para que durmiéramos.
¾ Señor, no hemos comido nada desde que salimos de la ciudad ¾ dijimos con una esperanza que nos sonreía por dentro del estómago.
¾ Disculpen, mi mujer está dormida y los frijoles se acabaron esta tarde — respondió el hombre y se metió a un cuarto donde alcanzamos a ver como 5 cuerpos tendidos uno al lado del otro. Caímos resignados sobre los petates y tomamos unas raídas cobijas para cubrirnos del frio de la noche, porque aunque era una zona tropical, en las madrugadas la humedad se condensaba y hacía tiritar el cuerpo hasta que de nuevo se imponía el sol en el oriente. Por un rato nuestros intestinos dieron un concierto; una sinfonía rara mezclada con los ronquidos de quienes dormían en la pieza de al lado; pero el cansancio nos venció y el sueño vino a suplirnos el hambre.
El amanecer fue impresionante. Sobre los cerros de San Juan empezaba a levantarse la luz del sol. Pronto nos ofrecieron un café sin pan. Más tarde tomamos el almuerzo, era un caldo de frijoles recién hervidos. Fue rico, pues el hambre no discrimina el alimento. No había otra opción, el dinero que llevábamos en el bolsillo no valía nada porque no había una sola fonda para comprar comida. Sin embargo, ha sido imposible olvidar el sabor de las tortillas. He pedido a Jesús algunas de ellas cuando él vuelve a su casa. Era bello ese mundo, por la tarde comimos un caldo de gallina. Luego hubo días que sólo había tortillas y una pasta de chile, o frijoles.
Jesús dice que ahora todo es diferente. Él vive en mi casa, pero no he tenido valor de ir al pueblo otra vez. A mi avanzada edad me preocupan los viajes largos y la terracería, mis desgastados huesos ya no soportarían demasiado ajetreo. Jesús me trae de nuevo toda la historia a la memoria.
(Continuará…)