Jueves
Ángel de Jesús Bonilla Bañuelos
Muy temprano parto a la estación de autobuses del municipio. Pago un boleto para ir a la ciudad; llego a la siguiente terminal, tomo el transporte público y en el transcurso veo a chicos de mi edad haciendo malabares en los semáforos, ancianas caminando con dificultad sobre las banquetas, intentando vender sus productos y hombres a quienes les falta alguna extremidad, recolectando monedas. En la estación del metrobús nos arremolinamos todos y a diario vemos caras nuevas, sin saber a dónde van y qué harán después de compartir el vagón contigo. Paso la mayor parte del día en la universidad, donde soy bombardeado por un fuerte partidismo hacia la juventud como símbolo del cambio y del progreso, partidismo impulsado por los mismos jóvenes, que por alguna razón creen que están cambiando al mundo, que lo impulsan a la evolución, y no voltean a ver su realidad prójima, a pocos kilómetros de ahí. Son apoyados por una campaña de marketing global, en que se desprecia a la vejez, por temor a lo que para el joven egoísta representa, decrepitud y soledad, y se trata al niño como un indigno sucesor de nuestra generación, porque queremos seguir ocupando su lugar.
Es como una eterna fiesta, la iluminación es esencial, para que los festejantes no tengan miedo. Como los niños, temen a la oscuridad. ¿Qué pasará cuando les falte la luz? ¿Cuántas máscaras más se inventarán antes de sucumbir ante la melancolía? Decimos querer cambiar al mundo, pero desde nuestra propia y limitada realidad. Al final, todos queremos arreglar realmente nuestro propio mundo. No importa lo que yo piense, como sea, todos lo saben muy en el fondo; desde la intuición y los vestigios de la videncia, brotan indicios de que estamos encerrados en nosotros mismos, y que quizá hallemos más cosas del otro lado de la barda. ¿Quién echará un vistazo?
Cae la noche, me voy. Camino solo en la banqueta de la universidad, paso junto a un hospital público para niños, y recuerdo la historia de un chico y su velorio a la mitad de un pueblo, famoso por ser el punto de reunión de los ladrones que operan en el municipio. Lo olvido, sigo caminando y veo un bar en el que mis compañeros de época también olvidan, lo olvidan todo. Cruzo la calle y apago los sentidos, el transcurso de mi camino hacia la terminal de autobuses pasa, como todos los días, desapercibido. Tengo momentos de lucidez en que me percato de lo preciosa que es la ciudad de Puebla iluminada a las ocho de la noche.
Entro al autobús que me lleva de regreso a mi municipio. Pienso en lo que no encontraré al llegar ahí: el movimiento de las personas caminando en las calles, vendedores ambulantes de pan de dulce y varias luces que iluminan esta noche de primavera. En cualquier día normal sí me encontraría con este escenario recibiéndome, pero sé que esta vez no será así. Me dispongo a dormir en mi asiento.
Arribamos. Bajo del autobús, y en poco tiempo, los pasajeros que me acompañaban se dispersan, ni rastro de ellos.
No hay nadie en la calle. Los locales están cerrados, incluso los que a menudo permanecen abiertos a esta hora. Hay silencio, sólo silencio, y no del que brinda calma. Camino entre la penumbra. Todos los que deberían estar aquí, en este momento, se fueron antes de que oscureciera, huyendo de la idea de morir a manos de… bueno, mejor no pienso en ello. Sigo caminando, veo detrás de mí a menudo y acelero el paso para llegar lo antes posible a casa. Es impresionante, mi municipio, mi ruidoso municipio, ahora calla, como en un toque de queda; los jóvenes trabajadores del lugar siguen la paranoia de los adultos, aquí todos somos iguales, sin importar la edad, no hay piedad por el porvenir. ¿Por qué lo pienso así? Bueno, es que nadie sabe con exactitud de quiénes son aquellos cuerpos que aparecen cada jueves con una amenaza escrita a su lado, no se sabe si tuvieron familia, ni su edad, ni su origen, ni si querían “cambiar al mundo”, no se sabe ni por qué fueron asesinados.
Normalizada esta violencia, sólo le queda al neurótico sufrirla, que, tomado por loco, no confía ni en su peluquero, que suelta chistes que reflejan la resignación de este pueblo:
“Ayer decía yo, ‘hoy es jueves de descuartizados’, y mira, ¡así fue!”.
Y yo río, la verdad es que el señor tiene gracia. Salgo y contemplo el viernes al ocaso. ¿Dónde está la juventud? ¿Dónde está el futuro? ¿Dónde está la esperanza? Aquí lo que se respira es miedo. Los locales comienzan a cerrar, y las gentes, que antes eran vistas a esta hora caminando plácidas en el zócalo, se encierran en sus casas. Muchos de nosotros no cabemos de la impresión; así es, como dijo el peluquero, ayer fue jueves de descuartizados, y quién sabe qué más nos espera.
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