Es que les digo que soy inocente
José Daniel Arias Torres
“Les digo que soy inocente”.
“Entonces, ¿usted no lo mató?”.
“¡Claro que lo maté! Eso se lo vengo diciendo desde el principio, pero soy inocente”.
“Usted es inocente de un carajo, señor, ya confesó, no hay necesidad de continuar aquí”.
“Claro que hay necesidad, escúcheme, ya me dio treinta años en prisión, probablemente peor que condenarme a muerte ¿qué le cuesta escucharme?”.
“Mire, señor Marcelo, me pagan por juzgar, no por escuchar, si escuchara a todo aquel al que condeno probablemente su juicio estaría haciendo fila junto al de otros más, aquí le pagan a uno por ser eficiente, no por chingaderas humanas, a chingar a su madre, señor Marcelo, ya es tarde, ya acabó mi turno y me quiero ir”.
El juez Julián Gutiérrez hizo un además para que los guardias se lo llevaran, ya iban a entrar por él cuándo Marcelo intervino:
“Por piedad de Dios, señor juez, por su jefecita santa, sólo déjeme contarle, decirle porqué soy inocente, sólo así tendré la conciencia limpia y aguantaré mejor en la cárcel”.
Julián soltó un suspiro estruendoso, como si todo el sistema burocrático recayera en sus hombros, no le pagaban lo suficiente, eso pensaba, pero aun así no tenía nada que hacer después del trabajo, ya era noche, era soltero, obeso y sin hijos, escuchar a un condenado definitivamente representaba un panorama más alegre que su triste, tristísima vida de burócrata.
Julián supuestamente no debía ser un don nadie, egresado de Derecho de una universidad más o menos prestigiosa, de familia de clase media y con aspiraciones altas. A pesar de eso Julián terminó ahí, siendo uno más del aparato burocrático, con un empleo que estaba a merced del partido político en turno y en una oficina de cuatro por cuatro. Había sido lo suficientemente afortunado para que los cambios de administración en el poder lo dejaran en su puesto, a decir verdad, los verdaderos jefes ni siquiera tomaban en cuenta su existencia, al igual que la de la mayoría en ese edificio, pero, aun así, en cada elección el nerviosismo general era latente. El juez Julián sería una vergüenza para su universidad, llena de valores, la peor de las escorias seguramente, pero ni siquiera la universidad tenía tiempo para reparar en su existencia.
Julián volvió a hacer un ademán y los guardias soltaron a Marcelo. Prendió un cigarrillo y le ofreció uno al pobre diablo esposado, Marcelo vio el cartel de prohibido fumar y estuvo a punto de negarse, pero qué más daba, estaba a punto de ir a la cárcel, probablemente nunca más se podría dar ese gusto, al final lo aceptó
“A ver, ustedes dos, quítenle las esposas”.
Los guardias dudaron, uno de ellos, el más joven, un tanto estupefacto le dijo:
“Pero señor, puede ser peligroso, además de que lo tenemos prohibido”.
“¡Oh chingao!, les dije que le quiten las esposas, no que lo liberen, además, no se hagan pendejos, hacen cosas más ilegales allá afuera”.
A regañadientes, el joven guardia se acercó a Marcelo, le quitó las esposas y salió de la oficina del juez, Julián le pasó un cigarrillo y lo encendió al mismo tiempo le decía
“A decir verdad, no sé ni por qué quieres contarme tus cosas, no harán que cambié de opinión, te lo echaste, le diste treinta puñaladas en el vientre y trataste de huir, tú mismo lo confesaste, pero estás de suerte, no tengo nada por hacer y una buena historia no me vendría mal”.
“Dios se lo pague, señor juez”
Marcelo le dio una calada al cigarro y tosió un poco, tenía bastante que no fumaba, por la salud de su familia más que nada.
“Pues, por dónde empiezo, señor juez, si por mi fuera le cuento desde mi infancia”.
“Oh no, no, eso sí que no, cuénteme nada más lo que pasó, lo demás no me interesa”.
“Ta bueno, pero aun así debo de darle explicaciones de antes de que pasara, si no ni va a entenderme”.
Otro suspiro descomunal abandonó el cuerpo del señor juez
“Bien, pero trate de ser breve”.
Marcelo se acomodó en la silla mientras que, con su mano libre, se sobaba la muñeca derecha por los estragos que habían dejado las esposas.
“Pues como le explico, señor juez, mi familia es muy pobre, tengo cuatro chamacos, uno ya en gracia de Dios, otros dos en la primaria y el otro está desaparecido, claro que al principio denuncié e hice mi luchita por recuperarlo, pero después me amenazaron y me dijeron que si seguía con eso me iban a desaparecer a otro hijo, así que mejor ni moverle”, Marcelo se calló como esperando algún comentario del juez, pero este no dijo nada y lo instó a continuar. “Mi familia se mantiene de mis ventas señor, tengo un pequeño puestecito ahí en la colonia donde vendo chucherías, claro que no me va bien, pero es mejor que no ganar nada”.
“Sí, pero el puestecito era ilegal”, replicó el juez.
“Ya lo sé, pero todos lo hacen, así es como sobrevivimos por allá, además, yo no sé qué tanto argüende hace el gobierno si al final terminamos pagando”.
“¿Pagando? pero si ustedes están ahí asentados ilegalmente”.
“Sí, sí, pero así llegan los recaudadores, así les decimos, las pandillas del lugar le cobran a uno el derecho de piso y así, de no pagar lo golpean a uno, le quitan sus cosas y le prohíben seguir vendiendo, si aún con todo eso usted vuelve al lugar corre el riesgo hasta de que lo maten, pero a esos no les guardo rencor, hasta eso eran requete considerados, señor juez, no más para que se haga una idea: llegaba uno de la pandilla, le pedía cuentas de sus pérdidas y ganancias en la semana, y ahí sacaba el porcentaje que debía de darle, le decían el diezmo porque era el diez por ciento, a cambio de eso ellos, según, nos garantizaban protección y el derecho a comerciar y realmente así era, nunca más en la semana venían a cobrarle”.
El juez se sirvió agua en un vaso y le ofreció de igual manera a Marcelo, él se negó mientras veía al juez ejecutar la acción, Julián lo apresuró.
“Ajá ¿y luego?”.
“Ah sí, pues como le iba diciendo, esos de la pandilla venían semanalmente a cobrar y hasta con gusto pagaba uno, nos daban seguridad, eran unos hijos de la chingada, es cierto, pero te trataban bien si pagabas a tiempo. Sin embargo, eso no era todo y aquí verá por qué le digo que no sé porque el gobierno hace tanto argüende con eso de comercio legal e impuestos si al final de una u otra forma se lo termina cobrando, por las malas generalmente. Era bien sabido que todos los comerciantes de la zona no pagábamos impuestos, así, de los que se dicen legales y esto lo hacíamos a sabiendas del riesgo, pero dígame usted, señor juez, ¿yo pa’ qué chingados voy a andar dándole mi dinero al gobierno si ni hace nada? Prefería dárselo a mi gente, vaya, a mi misma clase, además ni tenía tantas ganancias como para andar despilfarrando el dinero entre la pandilla del barrio y la pandilla de Los Pinos, pero un buen día los de arriba decidieron que eso que habíamos estado haciendo durante años de pronto era ilegal, así, lo que se llama ilegal ilegal, más grave que matar, violar o secuestrar, más grave que ser corrupto, pero ni le digo, así se maneja eso de la política muchas veces no se le entiende”.
Marcelo fumó el resto del cigarrillo y lo apagó, se aclaró la garganta y continuó.
“Nos mandaron al operativo policiaco, un montón de estatales y municipales entraron a la colonia y nos despojaron de todo con violencia, no sé los demás, pero yo entendí, se trataba de puro espectáculo pues detrás de ellos venían los de la televisión a documentar lo que les interesaba, cuando le pegaban a un comerciante con las macanas entre cinco gorilas las cámaras giraban para el otro lado, cuando un comerciante le pegaba al policía, ahí sí, las cámaras grababan todo con detalle, mire señor juez, yo flojito y cooperando, no fuera la de malas y me llevaran detenido. Después de ese día todo regresó a la normalidad, la policía abandonó la colonia y la dejó en el olvido hasta la próxima redada, pero a partir de ese momento los municipales a los que les dábamos igual antes comenzaron a hostigarnos, a cobrarnos por dejarnos trabajar, nos amenazaban constantemente diciéndonos que si no pagábamos nos iban a quitar de ahí, pero ellos no eran como los pandilleros, no se tocaban el corazón, cuando llegaban a cobrar se llevaban todo el dinero que te encontraran, hasta eso que tenías de antes y que no era de las ventas del día. A la larga ahí se estableció una pareja de municipales que hacía rondines cada cierto tiempo, no siempre cobraban su comisión a los mismos, pero eso no les quitaba lo abusivos, sin embargo, no sé qué me vieron a mí que se ensañaron conmigo”.
El juez Julián finalmente mostró un poco de interés por aquellas confesiones intrascendentes legalmente hablando, pero entretenidas en su noche.
“¿A qué se refiere con que se ensañaron con usted?”.
“Pues a eso mero, señor juez, a que, con el perdón de la palabra, esos hijos de puta me agarraron de su puerquito, no más no me soltaban, no había chingado día en que esa pareja no pasara conmigo a pegarme, insultarme y robarme, además de todo siempre me amenazaban con que al día siguiente ya no encontraría lugar para mi puestecito, nomás a mí, a ningún otro le hacían eso ese par, al principio uno aguanta tanta ofensa, pero a la larga termina por explotar y agarrarles odio”.
Marcelo se secó una lágrima que se escurría en su rostro arrugado y moreno, no era momento de llorar de nuevo. El juez por instinto, más que por humanidad, le alcanzó un pedazo de papel y Marcelo se sonó los mocos estruendosamente, recuperado continuó con el relato.
“Pues como le iba diciendo, señor juez, les agarré saña, mis compañeros comerciantes me decían que me iría mejor si cambiara de lugar mi puesto, lejos de ahí, pero ¿por qué debería de hacerlo?, llevo… llevaba más tiempo yo vendiendo en esas calles que esa pareja de corruptos jodiendo vidas, no me iría, iba a resistir hasta que eventualmente los corrieran, los transfirieran, o, con el perdón de diosito, los mataran, y eso último era lo que esperaba, el odio es tan humano como el amor, señor juez, no me va a culpar por odiar a personas que hacen de tu vida un infierno ¿o sí?”.
Julián se desató la corbata, estaba cansado y comenzaba a sudar, ¿cuántas veces le había dicho a su jefe que en las oficinas el calor era infernal? Había perdido la cuenta y no más no se hacía nada, se abanicó con algunos papeles de la mesa y le respondió:
“Claro que no lo juzgo por odiar, señor Marcelo, pero lamentablemente en este juzgado no importan las razones o los antecedentes, sino los hechos instantáneos, si quiere culpar a alguien culpe al sistema judicial, no a mí, yo soy un simple ejecutor”.
“No le guardo rencor, señor juez, usted solo hace su trabajo. Como le iba diciendo, ese par era el purgatorio en vida. Hubo un buen día en que me desperté con el pie izquierdo, cansado, de malas y endeudado, uno de mis hijos enfermo y yo sin dinero para el doctor, con decirle que ese día fue la primera vez en diez años que le grité a mi esposa por enojo, un mal día basta para que lo condenen a uno toda su vida, ¿no le ha pasado?”.
Julián, un poco distraído, le dirigió la mirada y como entre bromeando y en serio le respondió, “claro que me ha pasado, un mal día me llevó a esta oficina y heme aquí, durante una década”, y para aligerar esa confesión, el juez rio.
“La cuestión es que ese día con el pie izquierdo me levanté, si pudiera cambiar algo de ese día probablemente habría sido despedirme de mi familia de buena gana y no como lo hice, me dirigí al puesto y a la distancia vi a uno de esos municipales poniéndole una cinta amarilla a mi lugar de trabajo, sólo al mío, ¿lo puede creer? Me acerqué a demandar explicaciones, pero en cuanto llegué con el municipal este dijo riendo que si rechistaba me llevaba preso, estaba sólo él, no veía a su compañero, señor juez, deberá entender que en el momento la sangre me ardía, soy católico, es cierto y normalmente no suelo enojarme, pero en ese momento estaba como toro”.
“Y ahí fue cuando decidió matar al policía”.
“Yo no decidí nada, señor juez, se me nubló la cordura, mi compañero comerciante de al lado, el joven Martínez, vende utensilios de cocina, agarré uno de los cuchillos y me abalancé como bestia contra el municipal, ni conté cuantas veces lo apuñalé, me dice usted que treinta, yo en su momento sentí que menos, pero usted debe estar en lo cierto; sólo recuerdo que el pobre diablo ni se lo esperaba, no más chillaba y me pedía perdón, no le mentiré, disfruté matarlo, pa’ que le digo que no, pero no fue de a gratis, ni para él ni para mí, soy inocente, de eso estoy seguro y por eso me voy con la conciencia limpia”.
Julián supo en ese instante que la historia había acabado, en seguida le dijo:
“Qué más me gustaría que poder ayudarlo, señor Marcelo, pero eso no está dentro de mis facultades”.
“No, no, señor juez, yo entiendo, no le conté eso para que me tuviera lástima o clemencia, sólo necesitaba desahogarme, eso es todo”.
“¿Gusta usted otro cigarro”?.
“Nombre, señor juez, los pequeños placeres de reservan a pequeñas medidas y yo ya tuve la mía hoy”.
El juez Julián hizo entrar a la pareja de guardias que esperaban afuera de la oficina, estos a sus órdenes volvieron a esposar a Marcelo y se lo llevaron hacía la patrulla que lo llevaría al centro penitenciario donde pasaría, probablemente, el resto de su vida. Julián en cuanto se quedó solo en la oficina soltó otro gran suspiro, estaba harto de esa vida incolora, inodora e insípida, recordó la historia de Marcelo y se repitió a si mismo que matar a su jefe quizá no era una idea tan descabellada como sonaba, al final de cuentas eso haría que Julián finalmente fuera notado por los altos mandos y lo posicionara, aunque sea fugazmente, en el foco público, quizá otro día. Quizá otro día.
Mientras tanto Marcelo en la patrulla pensaba en su familia, un maldito día bastó para condenarlo el resto de su vida, la pareja de policías que iba en los asientos delanteros charlaba tranquilamente, Marcelo les puso atención en cuanto notó que hablaban de él, el obeso guardia que manejaba le preguntó a su compañero:
“¿A este que llevamos lo condenaron por matar a un policía?”.
“Sí, es lo que escuché, esos en la cárcel no duran, lo van a matar antes del año”.
El gordo, dirigiéndose a Marcelo, le preguntó:
“¿Entonces te gusta matar policías?”.
Marcelo no respondió, el gordo se dirigió a su compañero y le dijo:
“Yo creo que a este nos lo cargamos nosotros, en la cárcel no más va a hacer bulto, ni se van a dar cuenta”.
Su compañero despreocupado y viendo a su celular le dijo:
“Pus como quieras”.
La patrulla giró para la derecha en lugar de hacía la izquierda y se perdió en la noche de la ciudad que respira.
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