Ajuste de cuentas
Paola E. Haiat
El otro día vi en las noticias lo del balaceado, ese, del que nunca dijeron su nombre. En la imagen de la televisión sólo estaba un hombre tirado con ropa humilde cubierto de sangre, con la cabeza cubierta por la bolsa de plástico negra, de esos que usan para poner la basura. Algún mensaje estarían tratando dar. Luego, en la radio, lo mencionaron tres segundos, con un breve “muere hombre en una balacera en Zaragoza, no se reportan heridos. Se dice que se trata de un ajuste de cuentas entre dos bandas criminales”. Al momento siguiente, estaba una canción: “Atún dolores, tun, tun, tun. Atún dolores, tun, tun, tun”. Lloré, parecía una ironía estúpida. Había terminado el corte comercial.
Lo escuché también, en los susurros de la gente en las calles:
“¿Ya escuchaste que mataron al de la marisquería?”.
“Escuché que estaba en drogas, le metieron cinco balazos, lo arrollaron con una camioneta, le desfiguraron la cara, le advirtieron mandándole tres hombres, pero no quiso escucharlos”.
“Sí, era buena gente, pero ya en nadie puedes confiar. Se veía tan tranquilo e imagínate, enredado en el narco”.
El narco es la palabra comodín: la puedes intercambiar por cualquier desgracia. Pero no fueron ellos. Porque el comandante no habría mandado la corona de flores más grande del pueblo de haber sido así. Porque la policía no habría bajado así la mirada cuando me encontró en el mercado con los ojos hinchados comprándole verduras a doña Chayo. No supe responderle a mi hija cuando preguntó dónde estaba su apá. La marisquería se cerró y yo no sé cómo manejarla. No sé de números, ni de cuentas, ni de proveedores, ni de ventas.
Me llegó un sobre, también a la casa, lleno de dinero. Solo decía: “Gracias”. ¿Gracias de qué?, quién sabe, pero le compré leche a la niña y guardé lo otro. Quería escupirlo, quería regresarlo, pero lo que deja el catálogo no alcanza. Recordé las palabras de Rodolfo, de que estaba haciendo un favor que nos daría mucho dinero. Pero sigo sin entender favor a quién, ni por qué.
Porque me refiero a él como el balaceado, ese, del que nunca dijeron su nombre, porque nunca le vi la cara. Porque mi esposo no era una bolsa de plástico negra ni sé si esa era solo su ropa.
Sé que mi esposo está muerto, eso sí, no soy tan estúpida para pensar que, si ese cadáver no era él, lo será tarde que temprano, por lo que sea que estuviera o esté haciendo. Porque no era cierto que estaba con el narco, mi pobre Rodolfo, pero era un hombre desesperado con amigos policías que tenían deudas, juegos, trampas. Un hombre con una hija que pedía leche y las monedas no alcanzaban.
Me guardé una flor de la corona y se la puse en un altar a mi esposo, esperando a que se seque. Ya es temporada de lluvias aquí y pronto se habrá lavado toda la sangre que lo rodeaba en el piso de una carretera que podría ser cualquier parte de México.
Yo también estoy esperando a que se me borre lloviéndole todos los días.
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