VOLVER A ENCONTRARNOS
Günter Petrak
Profesor del taller de Creación Literaria
Entre mis recuerdos más tempranos de la infancia está la sensación de desamparo que provocó la ausencia de mi madre después de haberme dejado por primera vez en el kínder, la imagen vaga y la atmósfera del cuarto llamado “la vigilancia” donde alguno de mis familiares pasaba por mí después de las clases, el peso de la mochila de cuero que llevaba sujeta a mis hombros, los dedos manchados de tinta y la vista de un silo frente a la estrecha puerta de la vigilancia, a un costado de la cual estaba el portón de una hacienda por donde cada día cruzaba una carreta arrastrada por una mula.
Pertenezco a una generación que aprendió a escribir con plumilla y tintero. En los pupitres de madera había una abertura para colocar el frasco con tinta y a la par de la pluma era indispensable un papel secante. Por supuesto, además de la plumilla, aprendí a usar lápices, de grafito, de colores, bolígrafos (pluma atómica les decíamos), crayones, plumas fuente y gises. Durante décadas fueron esos, junto con los libros y en algún momento, las máquinas de escribir, mis instrumentos de aprendizaje, de expresión personal y, finalmente, de docente.
A principios de los 70 tuve mi primera Lettera Olivetti y más de quince años después adquirí una máquina de escribir con una pequeña pantalla donde podía teclearse un par de líneas antes de dar la instrucción para imprimirlas. Fue en 1990, en la Ibero, cuando usé por primera vez una computadora y el programa WordStar. Aún no se había desarrollado el “mouse”, de modo que era indispensable la asesoría de un experto para aprender las combinaciones de teclas y poder escribir y guardar lo escrito en la memoria de la computadora o en un disquete blando. Más tarde llegarían el ratón, el WordPerfect, precursor del actual Word, las pantallas coloridas y con imágenes y todos esos dispositivos de los que en la actualidad es casi imposible desprenderse.
Con la cuarentena por la Covid19 surgieron o se perfeccionaron programas como Skype, Teams, Zoom… Dos años ya, he estado impartiendo clases en línea como mis colegas, he desarrollado habilidades que, no niego me son y serán útiles, conocí programas para diseñar infografías, hacer presentaciones y editar videos, pero extrañaba tanto el rumor y el calor de las aulas, mancharme los dedos y el pantalón con restos de gis, o escribir con plumones de colores en un pizarrón blanco. Con un sadismo indulgente esperé a recuperar los tiempos en que con bolígrafo rojo señalaba los errores gramaticales o escribía sugerencias para mejorar el estilo de redacción en vez de hacerlo en un archivo de Office. A veces odio, lo reconozco, las nuevas tecnologías y formas de impartir cátedra, pero al final me consuela la única, la inevitable, la infalible verdad de la docencia: no hay mejor instrumento didáctico, no hay tecnología más universal, eficiente y duradera que la palabra, oral y escrita. Y con esta voz, que puedo dirigir a ustedes hoy, de manera presencial, aunque filtrada por un cubrebocas, quiero decirles que me siento muy orgulloso de formar parte de esta comunidad. Que agradezco a la vida la oportunidad de formar a decenas, si es que no cientos, de profesionistas y personas sensibles; algunos de los cuales se han incorporado como profesores, son mis colegas y hasta han ganado la medalla Padre Kino al mérito docente. También lamento, con enorme sentimiento, la ausencia de quienes se nos adelantaron en el camino a la eternidad. Pero a todos ustedes, a los que están hoy aquí, quiero extenderles un abrazo enorme hasta donde alcancen mis brazos y decirles que estoy, como mis colegas maestros, muy feliz de volver a encontrarnos.