Blanche/ Cuento
Escrito por: Sandra Ximena Hernández Salomé
Estudiante de Literatura y Filosofía
¡Valeria!
El eco apenas pudo despertar a la pequeña. Con pereza, se quita las hierbas de la cara, pero su mente aún sigue en la enramada. A medida que recupera su vista de un cegador y blanco resplandor, su confusión aumenta. Árboles gigantes de hojas moradas y troncos turquesa, extrañas flores que conviven con arbustos de varias formas y colores. Valeria no podía creer la imagen que sus grandes ojos contemplaban, solo encontraba lugares así en sus cuentos de hadas.
Perdida en el asombro, se encontraba de pie en medio de un sendero hecho de piedras color pastel; una vez que todos sus sentidos encontraron armonía, por fin pudo notar el hilo de oro tirando delicadamente de su meñique; como si la estuviera invitando a las profundidades del bosque. La pequeña no sentía miedo, al contrario, se sentía atraída por el singular rastro.
Sin más, sus pies descalzos y curiosos la guiaron por la aventura de descubrir quién o qué se encontraba más adelante en el camino; a los siete minutos de caminata empezó a sentir una ligera pesadez en los hombros, pero la frialdad de las piedras en sus talones la mantenían lejos de la idea de detener su marcha.
Suena un grito nublado y la niña por fin detiene el paso.
Aunque el paisaje era cautivante, Valeria se llenó de intriga al voltear y ver que todo lo que había recorrido había sido reemplazado por un borroso resplandor blanquecino con matices de los colores que había contemplado, y en frente el camino se dividía en dos, dos opciones amuralladas por arbustos cuadrados como los de un laberinto.
Ya no hay marcha atrás, y el hilo de oro que aún la invitaba a caminar no sería de mucha ayuda para elegir, puesto que ahora recorría por encima de los arbustos, la única pista que el hilo le ofrecía era seguir adelante. Así la pequeña siguió con su camino, no importaba qué camino elegía nunca se encontró en un punto muerto, siempre había una vuelta o un pequeño agujero en medio de los arbustos.
Caminó y caminó mientras que el hilo hacía y deshacía nudos por cada vuelta que tomaba; Valeria ya se encontraba exhausta, su cabeza latía como su corazón, los gritos inentendibles cada vez se intensificaban como truenos a la distancia; en desesperación por que las voces pararan, la pequeña se acuesta en ovillo.
Con sus rodillas en el pecho y sus pequeñas manos protegiendo lo más que podía de sus oídos, la niña empieza a sollozar y un suave “paren” es lo único que puede articular. Ella solo quería llegar hasta el final, pues no sabía quién era y qué hacía en ese lugar, solo su nombre era el único rastro al que se podía aferrar. Entre lágrimas, vio el hilo por un momento, y por cada halada ahora podía distinguir el suave sonido de un cascabel; los gritos cesaron junto con el dolor, y al abrir completamente los ojos pudo ver a dos conejitos de nube azulada viéndola atentamente.
Al incorporarse, entre saltillos en el aire los conejos la guían a un muro del laberinto, pero esta vez era diferente a los demás pues este era un muro de rosal. Antes de tocar alguna de las espinas, los conejos golpean dos veces el suelo; tras el retumbar de sus suaves patas el rosal abre camino a lo que parece ser el final del laberinto.
Con cautela se acerca a la preciosa escena, era un valle azul cielo, a la distancia una cascada que terminaba en un enorme lago de rosa pastel cristalino. En medio del lago había una isla diminuta donde se situaba un gran árbol con diminutas auroras de fruto. Debajo de él se encontraba un enorme reno albino, cuya asta estaba amarrada del fino hilo dorado. Sin dudarlo y con cuidado de no caer al agua, la niña brinca el camino de piedras que se dirigen al imponente animal.
“Aún no es tu tiempo” El gran reno con su enorme lengua limpia la sangre de la nariz que la pequeña ni siquiera se había dado cuenta que estaba escurriendo. Al volver a mirar su cuerpo, Valeria ya no era la misma niña, sus piernas se estiraron y sus caderas ensancharon, donde había una piel de nube ahora se encontraba una piel de seda ligeramente usada. El hilo ya no era dorado, sino un intenso carmín que, en vez de detenerse en el nudo del meñique ahora recorría todo el interior de su cuerpo resaltando moretones y heridas.
En un borrón el paisaje desapareció, en un borrón su vida pasó ante sus ojos; una fuerza jalándola de sus hombros la despiertan en la blanca y fría habitación; el gotear del suero y el continuo pitido que marca sus latidos la regresan a sus cinco sentidos. Al estudiar sus alrededores puede notar al lado de su hombro su viejo peluche de reno que le había regalado a sus hermanos gemelos, quienes ahora sus regordetas caras se encontraban pacíficamente dormidos en el sillón de visitas, abrazando sus respectivos conejitos de felpa.