Idelfonso Benítez
Por: Violeta Carrasco Jiménez
Estudiante de Comunicación
Un minuto antes de que Don Idelfonso corriera la cortina para cerrar su negocio, un joven llegó con prisa y aspecto desaliñado, casi tirando los papeles que traía consigo.
-Disculpe, ¿Aquí sacan copias?
-Sí joven, tenemos café-internet y fotocopiadora.
Más relajado, el muchacho le entregó a Don Idelfonso un bonche delgado de papeles. Mientras le sacaban sus veinte copias, observada detenidamente a su alrededor: seis computadoras con Windows XP a lo largo de un pasillo; al fondo, una pequeña puerta, muchas plantas y sobre una mesa, la cafetera y la máquina.
-Aquí tiene, son cinco pesos.- Viendo su cara de alivio, el viejo añadió: -Por si se le ofrece, abrimos a las siete de la mañana y cerramos a las diez de la noche.
El miércoles, cuando recién abría su café-internet y se disponía a regar las petunias, llegó el mismo joven, esta vez con calma.
-Buenos días, veinte copias por favor.
Traía el cabello relamido, suéter y saco para el frío de agosto, un portafolio de piel. Su aspecto contrastaba con el cabello gris del hombre parado a su lado, con su traje sastre, a rayas, y sus tenis deportivos. Era muy serio y a Don Idelfonso no le gustaba comenzar conversaciones. En cuanto él se fue, el viejo siguió regando sus plantas.
Se le hizo rutina, iba dos veces por semana y siempre pedía veinte copias. Al cabo de un mes sólo habían cruzado algunas palabras:
-¿Y usted cómo se llama?
-Idelfonso Benítez, para servirle.
Sin embargo, el viejo, aunque desconocía su nombre, se imaginaba que estudiaba en alguna de las universidades cercanas, le calculaba alrededor de los veinte años y le parecía un muchacho agradable. Solía llegar puntualmente a las siete de la mañana o derrapando al cuarto para las diez. Cada vez traía textos más extensos, trabajos escolares, seguramente. Se sentaba frente a alguna computadora cuando el tiempo de espera era prolongado y sus ojos recorrían el espacio con gran interés.
La última vez que vio al joven estudiante, fue una de esas mañanas frescas en las que llegaba temprano. A pesar del frío se había despertado de un particular buen humor y hasta intentó combinar su suéter con su traje a rayas. Silbaba mientras llenaba la regadera de jardín, cuando el joven llegó sonriente.
-Buenos días, Don Idelfonso, veinte copias por favor.- Le entregó un texto larguísimo y se sentó junto a un señor que ocupaba la computadora número 4.
-Serían setenta y cinco pesos.
El joven esculcó en sus bolsillos y contó sus monedas con una expresión de pesadumbre.
-¿Me espera tantito?, creo que me falta dinero.
El viejo sacó las copias con tranquilidad, le tomó unos diez minutos. Pero el joven no llegaba. Viviría muy lejos, tal vez. Como un favor a su cliente frecuente, que además le despertaba simpatía, empezó a separar las copias y a engraparlas. A pesar de no tener muy buena vista, alcanzó a leer el título de su trabajo escolar:
Idelfonso Benítez
Por José Zepeda
Creyendo que había leído mal, frunció el ceño, confundido. Lo sacudió entonces un fuerte sentimiento de curiosidad. Por pereza, nunca había leído nada de lo que la gente imprimía o fotocopiaba en su café-internet, más que para acomodar los escritos; pero puesto que este traía su nombre, le pareció permisivo.
Idelfonso Benítez
Por José Zepeda
En mi desesperación recorro la ciudad en busca de un sitio abierto. Un foco pequeño llama mi atención, alumbra un letrero desvencijado “Café-internet”. Atravieso un pasillo que tiene arrumbados seis vejestorios tecnológicos; al final, me recibe otro anciano. Entre cuatro paredes miserables está un hombre de traje sastre y desgastados tenis deportivos. Saca las copias de mi primer cuento como escritor. Me cobra cinco pesos.
El hombre se ve cansado, me sonríe lleno de arrugas. Me retiro con el olor a viejo que expide su piel ceniza. Lo he visto en otras ocasiones, sentado al final del pasillo esperando que algún despistado como yo entre en su umbral de paredes mohosas. Riega las plantas en la mañana, les habla como un senil, y en la noche cierra su negocio con más ojeras que esperanzas. El otro día le pregunté su nombre, “Idelfonso Benítez, para servirle” me dijo, para después extenderme su desagradable mano cayosa…
El texto terminaba con las iniciales del Centro Universitario Libertad en la esquina inferior derecha, seguido de “Taller de creación literaria”. Para cuando José Zepeda regresó a pagar, se encontró con un Don Idelfonso jorobado, más viejo que nunca, que regaba a sus petunias sin hablarles y de cuyo rostro escurrían lágrimas de vergüenza.